INICIO WEB GRANADA VEGA DE GRANADA CORTIJO DE LOS CIPRESES - ÍNDICE MANUEL MARÍA TORRES ROJAS

 

Memoria de Granada

Escritos de Manuel María Torres Rojas sobre su ciudad y sus gentes.

 

Balcón y ventana del Cortijo de Los Cipreses (Granada).

 

Mi ovejita Guillermina

Granada. Mi aljibe VII

Patio de los naranjos

Granada 1964

Granada: Torres de Alhambra

Granada. Frasquito

Granada, Eco azul

Granada, hebra del destino

Granada sin Vega

Huerto inmediato

El ratón que se comía mi jabón

Granada huele a nada

 

 

Mi ovejita Guillermina

Jueves, 8 de septiembre de 2011

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Guillermina, antes de ser adoptada por mi.

(Foto del autor)

 

Aquella Navidad, o la siguiente, me empeñé en subir a casa una ovejita viva. Para que viese un belén instalado en todo su esplendor. Pensaba yo que a la oveja bebé le gustaría conocer los campos de Galilea, de Samaria y de Judea, representados en época en que no daban tanto el coñazo los palestinos y los israelitas como lo hacen ahora. Esto último no es tan así, porque años más tarde, cuando me dedicaba a espiar para el Mossad, me enteré de que ya por entonces andaban tirándose unos y otros de los pelos, pero yo a la sazón no lo sabía. Si lo hubiera barruntado, me hubiera hecho el longui y localizado los exteriores del nacimiento en Murcia, que es región bien hermosa y tiene de todo. Montañas altas, desiertos bravos, huerta exhuberante y un mar de miniatura, cual menuda alga brillante y plateada de sal.

 

Nuestro castillo de Herodes era un puro despropósito, porque mi hermana pequeña se empeñó en poner uno tan grande que deshacía toda la armonía y proporciones del conjunto. A mí me parecía una burrada dar tanto protagonismo a un señor malafollá, que había mandado degollar a no sé cuántos niños santos e inocentes. Nunca entendí qué narices tienen que ver los artículos de broma que ahora venden los chinos del todo a cien, con la conmemoración del holocausto de esos niños inocentes.

 

La ovejita lucera tenía carita de azucena y provenía de un rebaño que pasaba por nuestra calle de cuando en cuando porque mi querida calle era, y sigue siendo, una cañada o servidumbre de paso para ganado. Recolecté de entre los hermanos veinticinco pesetas, que cambié a Casilda la panadera para juntarlas en un hermoso billetito de los de color morado. Esperé a que pasara el rebaño, que lo hacía todos los jueves, y metí al pastor en su zurrón la tela marinera del ala y ¡hala! para mí la ovejita.

 

 

Monté al corderito en mis hombros y trepé por la escalera de servicio, pues me dio por recelar si, en el montacargas, no se mearía la criatura. Soy muy considerado con la cosa de los mareos por padecer de ellos, tanto en coche, como en tranvía, avión o tren. Tengo el mal del mar hasta en la bañera, cuando me capuzo para enjuagarme el pelo, que en aquellos heroicos tiempos lavaban con champú de brea de marca Sindo. Era un mejunje laborioso de aplicar tanto por ir en unos sobrecillos que debían ser cortados por los extremos, como por picar en los ojos más que enchilada en la mucosa gástrica.

 

La ovejita se aclimató bien a la casa y gustaba de mirar conmigo el belencico, aunque prefería mamar de la tetina de unos riquísimos biberones que yo le preparaba, a base de Pelargón y leche de la Granja Poch. Para mí que el animalillo creía que yo era su mamá, sobre todo porque la metía a dormir conmigo debajo de las sábanas y me bañaba con él en la bañera grande, para no desperdiciar el agua caliente, que entonces era un bien muy preciado por escaso.

 

Me gustaba cuando balaba la ovejita ¡¡beeee!! y yo le contestaba ¡¡baaa!!! En suma, lo que pudiéramos considerar como una inteligente conversación. Me sabía a musiquilla celestial ese dulce balar. Todavía lo echo de menos. Mi ovejita y yo éramos niños limpios que olíamos a rosas del campo. Su lanilla era más suave que el vello de una cabra de Cachemira.

 

Oía yo rezongar al cuerpo de casa sobre mis costumbres y aficiones, murmullos que arreciaban cuando la oveja dejaba sus cagarrutas en el pasillo o donde le diera la gana. El mayor disgusto de mi infantil infancia me lo propinó mi padre cuando decidió, en la octava de Reyes, que ya estaba bien de contemplaciones y de pamplinas y que la oveja fuera enviada por Auto Transportes Andalucía al convento de las monjas clarisas capuchinas de San Antón, en Granada capital. ¡A saber en qué asiento me la acomodaron para aquel viaje sin retorno! ¡Probetica!

 

Llegado que fue el verano siguiente, nada más desembarcar en Los Cipreses, decidí ir a casa de las monjitas por abrazar a mi lucerita, a quien había puesto de nombre Guillermo, por cariño al proscrito personaje de Richmal Crompton. Infeliz de me mí, no daba importancia a los caracteres diferenciales de una oveja macho respecto de los de una hembra y parece que en mi casa tampoco eran duchos en ese arte. Oséase, que podía ser Guillermina. Ya he contado que en mi familia las cosas del sexo no se explicaban porque era pecado. Y los pecados no tienen explicación, teologías aparte.

 

Con la tata Mariana agarré un tranvía en la parada del Cerrillo de Maracena y, después de trasbordar en la avenida de Calvo Sotelo, me plantifiqué en la calle Recogidas para dar un beso en los morros a mi Guillermina. Con la recta intención, eso sí, de preguntar luego por mi tía Emilia.

 

Monjas de clausura


Esto último me daba cierta fatiga porque, como era monja de clausura, de las fetén, las visitas se perpetraban en una salita encalada, donde había una oquedad guarnecida con tres o cuatro barreras de rejas, la última de las cuales, esto es, la más cercana al visitante, tenía unos pinchos de tamaño natural. No estoy tuerto hoy en día porque, prudente de mí, cubría con un pañuelo de hilo egipcio el pincho más cercano al ojo que mantenía abierto. El otro ojo quedaba cerrado y sin luz hasta bien terminada la visita.

Sale mejor comprometer un cincuenta por ciento de tus capacidades, antes bien que el cien por cien. Mi tía era bajita, es decir, enana, lo que dificultaba aún más su reconocimiento sin ningún sistema de ayuda técnica para la navegación. Sor Emilia debía tener su guasa, pues una tarde, entre un ora pro nobis y un miserere nobis, preguntó a mi madre si yo era tuerto de nacimiento o sobrevenido.

Hoy es el día, decenios después de aquel asesinato, en que no he conseguido que nadie de la familia cante la gallina. Digo yo si será cosa de la ley de la “omertá”, como en la mafia. Pero a mí nadie me la da con queso, pues sé muy bien cuántas púas tiene un peine. Sostengo que la oveja fue engordada por las monjitas, quienes se la jamaron tal que el día del santo de la madre abadesa. Si alguien tiene prueba en contrario, que la aporte ahora o calle para siempre. ¡Anda que no le dieron matarile!


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Año 2011

 

 

Granada. Mi aljibe VII

Domingo, 9 de mayo de 2010

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El capataz cumplió con el rito de las noches de verano pasando a dar las buenas noches a las once en punto. Preguntó:

 

-Ama ¿será inanormal el señorito?

 

Me gustó su diagnóstico, que por prudencia formulaba en interrogación. Prefiero ir solo como el espárrago antes que nadar en cardumen. ¡Me niego a ser más tonto que un hilo de uvas!

Mi madre contestó:
 

-Frasquito, ¡válgame Dios! Sus gallinas han estropeado en la siesta mi macizo de dalias en flor. ¿Quiere Ud. una taza de café?

Mi padre pidió la caja de tabaco de picadura y ofreció a Frasquito. Era buen tabaco, de hoja y de contrabando. Mientras los mayores liaban sus cigarros con parsimonia y papel Bambú, mis hermanas me comprometían con señas y dengues. Querían saber sí, y cuántas veces, había hecho aguas mayores y menores en el aljibe, durante mi encierro experimental. ¡Qué jodías las crías!


Carátula del papel de liar Bambú

 

Pedí permiso para retirarme a mi habitación, que obtuve tras recibir la bendición materna junto a la señal de la cruz en la frente:


-Que la Virgen y los santos te acompañen, hijo.


Dormí hondo y de seguido. Soñé con ellos. Son buenos y se comen las larvas y los gusanos del agua. No molestan, no gritan y no abusan de los más débiles. El gitanillo se alejaba por la plaza de Bibarrambla cantando:

-¡Galápagos para el aljibeeeee!

Al abrirse el día escondí en el horno del secadero de tabaco el cráneo y la tibia que, humanos fósiles, había subido del fondo del aljibe. Siempre se ha dicho que cada familia guarda un cadáver en su aljibe. Los restos de nuestra momia tribal, míos son porque están aquí, en mi escritorio. Me advierten de dónde vengo, a dónde voy y cómo se las gasta mi gente.

Mi mesa de escribir, mi cuarto-leonera, mi perra y los huesos con mi propio ADN, son los únicos juguetes que tengo. Con ellos me encierro, a solas, para escribir variaciones sobre el mismo tema

 

 

Huesos.


http://manuelmariatorresrojas.blogspot.com.es/2010/05/granada-mi-aljibe-vii.html

 

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Patio de los naranjos

Jueves, 8 de Marzo de 2012

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Viana. Patio de los naranjos.

 

En el centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos enormes depósitos de uralita encaramados en la torre principal. La otra torre, blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en Navidad.

La operación del bombeo del agua era un espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción. Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida bajo el nivel freático. Descender de la plataforma donde estaba el motor hasta el nivel del agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro en el pueblo de Maracena.


Al cabo de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se derrama el aguaaa...”.

Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de sus titos y era hijo único de una sobrina de nuestros guardeses, que vivía en Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha y tenía un vestido blanco con lunares azules. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita, sartenadas de papas fritas y sopas de ajo.


La leña era escasa y los labriegos utilizaban como tal los troncos secos de las plantas del tabaco. Antoñito merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices, según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño estaba lleno de rizos. El fijador era peguntoso y casero, supongo que a base de zaragatona.

 

 

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Granada 1964

Jueves, 9  Diciembre de 2010

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Niños jugando a las canicas.

 

Los niños del pueblo llevaban el pelo al rape, y tenían marcas de cicatrices y heridas de peleas a cantazos. El acento maracenero es tan duro que era casi imposible entenderlos. Una tarde mi hermana Eulalia y yo aparecimos en bicicleta en Maracena, pero no por las veredas que atravesaban la vía del tren y llevaban a El Cerrillo, sino por la carretera de Jaén. Doblando la Curva, con mayúscula, a la izquierda se cogía un camino sin asfaltar que bordeaba una nave de adobe con un gran letrero pintado sobre la cal que rezaba “Fábrica de colas fuertes, gelatinas y pegamentos”. Por cierto que ese remedo de fábrica olía a muerto. Más exactamente, a burro muerto, porque con los huesos de los animales se hacían tales productos. O eso me contaron.

 

Aquella tarde llegamos a la plaza del pueblo, cerca del café Zurita, y me avergonzaron los zagales. Uno gritó: “chacho, dile a tu prima que está más güena que un marrano”. Hoy comprendo que era un piropo, pero yo me sentí mal. En descargo de los críos de Maracena diré que mi hermana iba en pantalón rojo, lo que no se estilaba en la vega de Granada en los años cincuenta. Quiero decir que no se estilaba que las mujeres, cualquiera que fuera su edad, montasen en bicicleta ni mucho menos que usaran pantalones. También es cierto que Granada es conocida en el universo mundo por La Alhambra y por la mala “follá” de sus gentes. La “tierra del chavico”, decía mi padre. Hubo un tiempo en que, cuando estudié Derecho en la Complutense de Madrid, en ella predominaban los catedráticos granadinos. Supongo que la combinación entre tierra pobre, de mucha altitud media sobre el nivel del mar, poca industria y Universidad con solera histórica, dio lugar a brillantes generaciones de granadinos que coparon mi vieja Facultad de Derecho.

 

 

En septiembre, Frasquito el capataz y yo, con mis ocho o nueve años, nos íbamos a las ferias de los pueblos. Llegábamos en tranvía, pues Granada tenía una de las redes de tranvías más larga y densa de Europa. A propósito, mi padre tuvo no sé qué cargo en los Tranvías de Granada, S. A. Conocí bien Atarfe, Peligros, Pinos Puente, Gabia la grande y la chica, Armilla, Albolote, Alfacar y su pan blanco, Santa Fe... Para nosotros dos la feria consistía en llegar a media tarde al pueblo que festejaba a su patrono y meternos en el bar en donde Frasquito hubiera quedado citado con sus amigos. A mí me dejaban beber unos culos de cerveza La Alhambra, con aceitunas de tapa. Los hombres hablaban de las cosechas y de sus precios, que interesaban a Frasquito porque era aparcero y no simple asalariado de Los Cipreses. Allí, entre calendarios de la Unión Española de Explosivos y botellas de anís Machaquito, aprendí yo que los labradores siempre se quejan de la poca o mucha cosecha, del agua o de la sequía y, dentro de un orden porque los tiempos no estaban para bromas, de los defectos del Servicio Nacional del Trigo o del Monopolio de Tabacos. Estas últimas quejas porque en la vega de Granada se sembraba tabaco negro. El cereal quedaba para las hazas altas y de peor tierra, a donde no llegaba el riego.

Frasquito tendría entonces cincuenta años, más o menos, porque en el campo no era fácil calcular edades y queda dicho que yo menos de diez. Fuimos amigos y algo cómplices pues no estoy seguro de que en casa supieran exactamente qué consistía en ir de feria. Lo que más gustaba al capataz eran las noches en que mi padre, después de cenar, anunciaba que había serpentón. Es un juego de cartas, con baraja española, que permite jugar a quince o veinte jugadores, pues sólo se reparte una carta por barba. Yo iba a buscar a Frasquito, quien con gran respeto y dignidad se sentaba a jugar a la mesa de los señores. Mi padre sacaba la caja de tabaco, que era de libra traída de Gibraltar y ofrecía al capataz, quien liaba su cigarro con sabiduría y parsimonia. Comenzaba el juego, al que apostábamos dinero cada uno de su paga. A mi padre nunca le pareció reprobable apostar dinero. Antes al contrario, animaba el juego añadiendo propinas a la banca o monte. Algún as de oros, o “huevo frito”, nos proporcionó veinte duros de entonces. Si el afortunado era Frasquito, su tartamudez aumentaba de grado y no era raro que se equivocase llamándome “Choche Mari”, en vez de Manuel María.Le recuerdo cuando los domingos se aseaba en el patio de su casa, los pies metidos en un barreño de zinc con agua, y su señora afeitándole la barba navaja al sol. Camisa blanca limpia, sin cuello, y sombrero de fieltro para ir a la iglesia. Era un hombre digno.

 

Calle de Pampaneira (Alpujarra-Granada)

 

Un divertido plan que introducía variedad en aquellos largos y previsibles veranos surgía cuando los mayores decidían, una noche cualquiera de cielo estrellado, organizar una expedición para, una vez cenados, ir a tomar helado a los italianos de la Gran Vía. Este programa, además de entretenido, era saludable ya que se trataba de caminar desde la casería hasta la Gran Vía, paseo que algunas veces se prolongaba hasta la plaza de Bibarrambla. Ida y vuelta pueden ser siete u ocho kilómetros. De muy pequeño más de una vez hice el regreso a hombros de algún adulto.

En el campo de entonces se blasfemaba. Pero ello no convenía a los oídos de mi madre. Tampoco gustaba de saber que alguien cercano o conocido no cumplía con el precepto dominical. Un verano amenazó con toda su dulzura al recovero que traía a casa, en carro con burra, provisiones que no producía nuestra finca con borrarle de la lista de proveedores. Consternación. A partir de entonces aquel hombre, dentro de los linderos de Los Cipreses, no volvió a mentar nada sospechoso de rozar a Dios, la Virgen o los santos, y aportaba cada semana, lo prometo, un certificado del párroco de Maracena, que daba fe de su cumplimiento de la obligación dominical. ¡O témpora! ¡O mores!

 

 

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Granada: Torres de Alhambra

Jueves, 11 de Noviembre de 2010

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Granada Semana Santa 1984

Foto:  FERDINANDO SCIANNA

 

Viajo a Granada para asistir a una boda familiar. Me llama la atención la belleza de las crías de mis primas. Ganan a los varones en galanura e inteligencia y, frecuentemente, en estatura. Me preguntan con insistencia por Ada y yo les enseño las fotografías de mi queridísima perrita jack Russell terrier. Una de ellas, con picardía, me dice que algunos rasgos de Ada son míos. Pero quiere saber más. Quieren ver a Ada representada como abuela. O sea, que escriba sobre la Ada de hoy.


Estoy en el hotel Alhambra Palace. En la cena de celebración del matrimonio comparto mesa y mantel con señoras leídas y escribidas. A la altura de la lubina al hinojo va una de ellas y me suelta un sermón sobre cómo llegar a la fe a través del conocimiento. Me porté muy bien y no quise hablar del encarnizamiento de la escolástica contra la ciencia y la razón moderna. Heráclito, con su preocupación naturalista, no recurre a una divinidad para explicar los fenómenos naturales. Hegel, en su “Diario por los Alpes de Berna”, recuerda a Heráclito: “esto es así”.

Cambié de conversación piropeando a la señora y haciéndole ver que había notado que su marido llevaba un precioso Pathek Philippe en la muñeca. La dama agradeció mi ayuda para salir de los laberintos del jardín del conocimiento que conduce a la fe. Me dijo, orgullosa, que el reloj se lo había regalado ella. Si vuelvo a ver a la señora que tiene un cerebro que tiene fe, igual voy y le explico un cuento japonés. El del hombre espiritual que se conecta con lo sagrado por medio de sus sentidos y no con la razón. Por cierto que los paganos creían en los dioses del campo. No eran ateos. Eran politeístas, que es otra vaina.

 

No sé qué piensa de Granada mi hermano muerto. Él, que fue el primer hermano que nació en Madrid, ¿está preñado, como yo, de un sentimiento de amor/odio hacia la tierra de nuestros padres y abuelos? A mí me gusta la tierra de labranza tanto si es de pan llevar, como si es de vega. En la Granada de hoy ya no queda vega pues han sustituido los pimientos, habas y berenjenas por torres muy altas y muy requetefeas.

 

Me cuesta ir a Granada pues a ella llego melancólico, en ella me vuelvo iracundo, los recuerdos de mis muertos me persiguen y, dos o tres días después, tengo que salir de allí o hincar el pico.

 

 

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Granada. Frasquito

Jueves, 3 de Junio de 2010

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Annie Bissett

 

Frasquito, el capataz de Los Cipreses...tal cual era.

 

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Granada, Eco azul.

Martes, 27 de Abril de 2010

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Buda.

 

( es continuación...)

 

Hice de agrimensor pues levanté un plano con las medidas exactas de los tres rodales que tendría mi huerto, uno por habitación. Era preciso tener muy en cuenta el espesor y la altura de los zócalos. Esta etapa requería de cálculos tan precisos como los de Einstein a la búsqueda de su teoría unificada de los campos, que los físicos de hoy persiguen bajo el nombre de teoría de las supercuerdas. O algo así.

 

Conté con primor los veintiún días que siguieron a la luna nueva de enero. Llegado que fue el día prescrito, sumergí con unción la vieja semilla del árbol de la ciencia en un termo con agua caliente, que renovaba cada veinticuatro horas. Para las fiestas de la cruz de mayo la pepita había brotado: una raicilla por un extremo y un alevín de tallo por el otro.

 

Como en la vivienda de la familia el espacio a mí asignado era mínimo y promiscuo, decidí pedir ayuda a una japonesa que había venido a estudiar unos cursos de flamenco. Tenía un ático cerca en el Albaicín y era versada en zen. Me agencié en un chamarilero gitano un enorme macetón de barro toscano que había pertenecido al marqués de Esquilache. Pedí quedarme a solas la tarde noche en que procedí al trasplante de la semilla del árbol sagrado desde el termo útero hasta la rica tierra que había preparado en el gran tiesto. Seguí las instrucciones de mi tío el teósofo y todo salió según la naturaleza de las cosas santificadas.

 

Retomo mi oficio de geómetra medidor. La exactitud y el rigor eran inexcusables, pues las planchas de zinc que cubrirían el suelo a cultivar y protegerían el parquet de madera de mi vocación agrícola debían encajar al milímetro con las otras piezas del propio metal que, verticalmente, iban a recubrir zócalos, rodapiés y pared hasta sesenta centímetros de altura.

 

A finales de junio quise que mi bonsái sagrado, que ya medía dos palmos de altura, prosperase en mi cuarto de dormir, justamente cerquita de la ventana, que daba a mediodía. Se trataba de una suerte de transubstanciación. A fe que lo conseguí, pues en el último día del reinado de los virgo, cuando las para entonces cuatro cuartas del árbol de Bo volvieron al ático de Mamiko, la planta estaba hermosa y serena. Bien arraigada.

 

Empecé a ganarme la vida como leguleyo cagatintas, con gente poco divertida, si bien hubiera preferido regentar un casino o un burdel, inclinaciones ambas que cumplí años más tarde. He procurado que mi existencia no sea tan solo un episodio de la nada. La vida no obliga a nadie a ser una mierda. A evitarlo me ayuda la circunstancia de que mi época y yo no concordamos.

 

Cuando junté unos dineros, compré en Maracena un buen tramo de tierra de sembradura, adecuada para que mi arbusto del gran árbol de Bo pudiera crecer lo que quisiera. Hoy mide más de muchos metros y he logrado que mi árbol sagrado tenga la forma corporal del viento.

( No sé si sí o si no...¡tal vez sí, tal vez no!...)

 

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Granada, hebra del destino.

Domingo, 25 de Abril de 2010

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Balcón de la Alhambra.

Dibujo de José María Torres Morenilla

 

Un tío abuelo mío, por parte de madre, casó con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum en el valle de Cachemira.
 

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

 

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharanís en su carmen, cuando llegó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me iban a hablar a la puesta del sol del Buddha niño, cuando todavía se llamaba Siddhartha Gautama. Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.
 

El torreón era un sueño. El sueño de mi vida. Servía de observatorio astronómico, de laboratorio de alquimia, de biblioteca de libros teúrgicos y de teosofía y de recoleto fumadero de opio. Mi tío abrió mi mano derecha para cerrarla a poco sobre un cofrecillo anacarado.

Habló así:


- No te enfades por pequeños contratiempos. Tampoco por los grandes pesares. Tienes muchas vidas para ser feliz. Cuando crezcas, siembra esta semilla en tierra por ti bendita. ¡Ah! primero debes ablandar el grano en agua caliente durante tres semanas, a contar desde la luna nueva de enero de cualquier año impar.

Pregunté:

 

- ¿Qué árbol será cuando fructifique?

 

Escuché su respuesta:

 

- Un árbol sagrado, pues es simiente del gran árbol Bo, donde Gautama “el Despierto” tuvo su iluminación. Es el árbol de la ciencia.

 

Me dejé conducir por el chófer hasta la vana celebración familiar. Pero aquella tarde yo había aprendido de mi tía hindú un principio de incalculable valor espiritual. Me reveló que la tradición de su tierra favorece el abandono de la vida convencional al llegar a cierta edad, después de haber cumplido con los deberes de familia y de ciudadanía. Ese sabio consejo no me fue arrebatado nunca.

 

Pasó tiempo y tiempo. Muchos años. A principios del año de la Juventud de las Hojas Secas entendí llegado el momento de seguir la exhortación de la maharaní de Srinagar. Y de hacer fructificar el tesoro que me había legado su sabio marido.

 
( Continuará...¡supongo!)

 

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Granada sin Vega.

Viernes, 5 de Febrero de 2010

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Paisaje de Granada.

 

A mí me gusta la tierra de labranza tanto si es de pan llevar, como si es de vega. En la Granada de hoy ya no queda vega pues han sustituido los pimientos, habas y berenjenas por torres muy altas y muy requetefeas.

 

Me cuesta ir a Granada pues a ella llego melancólico, en ella me vuelvo iracundo, los recuerdos de mis muertos me persiguen y, dos o tres días después, tengo que salir de allí o hinco el pico.


− ¿A qué huele lo sagrado? pregunté al poeta haijin.


− Lo sagrado huele a este mundo, me contestó.


Venezia, sin embargo, huele agrio a causa de su laguna y de la explotación intensiva de su turismo.

 

 

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Huerto inmediato.

Sábado, 19 de Diciembre de 2009

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En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el jodido secarral de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.
 

Otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las madrugadas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, el contiguo y el medianero cuarto de estudio, en un huertecico. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y demás bichos.
 

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo.

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.

Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharanís en su carmen, cuando llegó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me iban a hablar a la puesta del sol del Buddha niño, cuando todavía se llamaba Siddhartha Gautama. Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.

(Esta historia continúa en: http://cuentosencarneviva.blogspot.com/2008/01/el-huerto-inmediato.html)

 

 

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El ratón que se comía mi jabón

(Palabra de ratón)

Viernes, 13 de junio de 2008

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Érase que se era un ratón de campo que se comía mi jabón.


Hace mucho tiempo era costumbre, en años de magra cosecha, aprovechar el aceite de oliva inservible para elaborar jabón.

Removíase la mezcla en grandes barreños de cerámica vidriada.
Añadíase aceite de laurel y otro ingrediente que no recuerdo ahora, quizás glicerina.

Batíase con palos largos de madera de avellano y la fuerza de los labriegos brazos.

Y, ¡oh milagro!, ya estaba saponificado el aceite.

 

El mejunje se trasvasaba a cajones de madera, que eran apilados y puestos a desecar en las naves donde se entrojaba el grano. Cuando endurecía del todo era cortado con serruchos, primero en barras alargadas y luego en tacos.
Era un jabón muy bueno y sano

 

Una mañanita de verano, al asearme en mi tocador con aguamanos de jofaina y palangana de porcelana, advertí en mi mendrugo de jabón huellitas de uñas y roeduras de dientecillos. Y así día a día y noche a noche de un estío calefaciente.

 

Tracé un plan, que ejecuté en la alta noche de la luna llena de agosto mientras velaba quieto y a oscuras. Sonar las dos en el reloj del salón y oír que el ratoncillo roía en mi jabonera fue todo uno. Era rabilargo y morripelúo. Preciosísimo. Le dejé hacer sin moverme. También los ratoncillos son hijos de los dioses.


Tardé en dormirme y lo hice pensando en que apenas sí faltaba un rato para la llegada del agua por la gran acequia, pues aquella amanecida era nuestro turno de riego. El capataz me despertó a las seis y media con la contraseña convenida.
Tres pedrejones contra mi balcón.

 

 

A la noche siguiente corté a navaja el jabón de aceite en dos cachos parejos. Uno para el ratoncillo y otro para mí, que guardé en la mesilla de noche, con el orinal, la linterna, un ovillo de hilo de bramante, el libro de las aventuras de Guillermo Brown de la editorial Molino y...una foto de Silvana Mangano en “Arroz amargo”, recortada de la revista Fotogramas. El animalico mordedor entendió mi propuesta. Él no debía comerse mi pedazo ni yo lavotearme con su trozo. Ambos cumplimos como caballeros.

 

Llegado que fue el tiempo de volver al colegio, bien pasado el veranillo del membrillo, el ratón estaba tan cachigordete que se le juntaban las mantecas. Yo estaba flaco como siempre, tostado y vivo. Triste por la vuelta a la capital, más contento con mi secretillo.

 

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Granada, Diciembre de 2012

 

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