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			Drama de mujeres en los pueblos de España
			
			Personajes
			
				
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					Bernarda  
					
					(Madre de Angustias, 
					Magdalena, Amelia, Martirio y Adela)
					  
					
					
					Hijas:  
					
					
					Angustias (39 años),
					 
					
					
					Magdalena (30 años) 
					
					
					Amelia (27 años) 
					
					
					Martirio , (24 años) 
					 
					
					 Adela 
					(20 años) 
					 | 
					
					 
					María Josefa, madre de 
					Bernarda, 80 años 
					
					La Poncia, 60 años. 
					
					Criada, 50 años. 
					
					Mendiga, con niña 
					
					Mujeres de 
					luto 
					
					Muchacha 
					
					Mujer 1 - 
					Mujer 2 -Mujer 3- Mujer 4 
					  
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			El poeta advierte que estos tres actos tienen la 
			intención de un documental fotográfico.  
			
			
			  
			
			
			ACTO PRIMERO 
			  
			
			
			  
			
			Habitación blanquísima del interior de la casa 
			de Bernarda. Muros gruesos. Puertas en arco con cortinas de yute 
			rematadas con madroños y volantes. Sillas de anea. Cuadros con 
			paisajes inverosímiles de ninfas o reyes de leyenda. Es verano. Un 
			gran silencio umbroso se extiende por la escena. Al levantarse el 
			telón está la escena sola. Se oyen doblar las campanas.  
			(Sale la Criada)  
			
			 
			Criada: 
			Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes.  
			 
			La Poncia: (Sale comiendo chorizo y 
			pan) Llevan ya más de dos horas de gori-gori. Han venido curas 
			de todos los pueblos. La iglesia está hermosa. En el primer responso 
			se desmayó la Magdalena.  
			 
			Criada: Es la que se queda más sola.  
			 
			La Poncia: Era la única que quería al 
			padre. ¡Ay! ¡Gracias a Dios que estamos solas un poquito! Yo he 
			venido a comer.  
			 
			Criada:  ¡Si te viera Bernarda...!  
			 
			La Poncia: ¡Quisiera que ahora, que no 
			come ella, que todas nos muriéramos de hambre! ¡Mandona! ¡Dominanta! 
			¡Pero se fastidia! Le he abierto la orza de chorizos.  
			 
			Criada: (Con tristeza, ansiosa) 
			¿Por qué no me das para mi niña, Poncia?  
			 
			La Poncia: Entra y llévate también un 
			puñado de garbanzos. ¡Hoy no se dará cuenta!  
			 
			Voz (Dentro): ¡Bernarda!  
			 
			La Poncia: La vieja. ¿Está bien 
			cerrada?  
			 
			
			Criada: Con dos vueltas de llave.  
			 
			La Poncia: Pero debes poner también la 
			tranca. Tiene unos dedos como cinco ganzúas.  
			 
			Voz: ¡Bernarda!  
			 
			La Poncia: (A voces) ¡Ya viene!
			(A la Criada) Limpia bien todo. Si Bernarda no ve relucientes 
			las cosas me arrancará los pocos pelos que me quedan.  
			 
			Criada: ¡Qué mujer!  
			 
			La Poncia:  Tirana de todos los que la 
			rodean. Es capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te 
			mueres durante un año sin que se le cierre esa sonrisa fría que 
			lleva en su maldita cara. ¡Limpia, limpia ese vidriado!  
			 
			Criada: Sangre en las manos tengo de 
			fregarlo todo.  
			 
			La Poncia: Ella, la más aseada; ella, 
			la más decente; ella, la más alta. Buen descanso ganó su pobre 
			marido.  
			 
			(Cesan las campanas.)  
			 
			Criada:  ¿Han venido todos sus 
			parientes?  
			 
			La Poncia: Los de ella. La gente de él 
			la odia. Vinieron a verlo muerto, y le hicieron la cruz.  
			 
			Criada: ¿Hay bastantes sillas?  
			 
			La Poncia:  Sobran. Que se sienten en el 
			suelo. Desde que murió el padre de Bernarda no han vuelto a entrar 
			las gentes bajo estos techos. Ella no quiere que la vean en su 
			dominio. ¡Maldita sea!  
			 
			Criada: Contigo se portó bien.  
			 
			La Poncia: Treinta años lavando sus 
			sábanas; treinta años comiendo sus sobras; noches en vela cuando 
			tose; días enteros mirando por la rendija para espiar a los vecinos 
			y llevarle el cuento; vida sin secretos una con otra, y sin embargo, 
			¡maldita sea! ¡Mal dolor de clavo le pinche en los ojos!  
			 
			Criada: ¡Mujer!  
			 
			La Poncia: Pero yo soy buena perra; 
			ladro cuando me lo dice y muerdo los talones de los que piden 
			limosna cuando ella me azuza; mis hijos trabajan en sus tierras y ya 
			están los dos casados, pero un día me hartaré.  
			 
			Criada: Y ese día...  
			 
			La Poncia: Ese día me encerraré con 
			ella en un cuarto y le estaré escupiendo un año entero. "Bernarda, 
			por esto, por aquello, por lo otro", hasta ponerla como un lagarto 
			machacado por los niños, que es lo que es ella y toda su parentela. 
			Claro es que no le envidio la vida. La quedan cinco mujeres, cinco 
			hijas feas, que quitando a Angustias, la mayor, que es la hija del 
			primer marido y tiene dineros, las demás mucha puntilla bordada, 
			muchas camisas de hilo, pero pan y uvas por toda herencia.  
			 
			Criada: ¡Ya quisiera tener yo lo que 
			ellas!  
			 
			La Poncia: Nosotras tenemos nuestras manos y un hoyo en la tierra de 
			la verdad.  
			 
			Criada: Ésa es la única tierra que nos dejan a las que no tenemos 
			nada.  
			 
			La Poncia: (En la alacena) Este cristal tiene unas motas.  
			 
			Criada: Ni con el jabón ni con bayeta se le quitan.  
			 
			(Suenan las campanas)  
			 
			La Poncia: El último responso. Me voy a oírlo. A mí me gusta mucho 
			cómo canta el párroco. En el "Pater noster" subió, subió, subió la 
			voz que parecía un cántaro llenándose de agua poco a poco. ¡Claro es 
			que al final dio un gallo, pero da gloria oírlo! Ahora que nadie 
			como el antiguo sacristán, Tronchapinos. En la misa de mi madre, que 
			esté en gloria, cantó. Retumbaban las paredes, y cuando decía amén 
			era como si un lobo hubiese entrado en la iglesia. (Imitándolo) 
			¡Ameeeén! (Se echa a toser)  
			 
			Criada: Te vas a hacer el gaznate polvo.  
			 
			La Poncia: ¡Otra cosa hacía polvo yo! (Sale riendo)  
			 
			(La Criada limpia. Suenan las campanas)  
			 
			Criada: (Llevando el canto) Tin, tin, tan. Tin, tin, tan. 
			¡Dios lo haya perdonado!  
			 
			Mendiga: (Con una niña) ¡Alabado sea Dios!  
			 
			Criada: Tin, tin, tan. ¡Que nos espere muchos años'. Tin, tin, tan.
			 
			 
			Mendiga:  (Fuerte con cierta irritación) ¡Alabado sea Dios!
			 
			 
			Criada: (Irritada) ¡Por siempre!  
			 
			Mendiga: Vengo por las sobras.  
			 
			(Cesan las campanas)  
			 
			Criada: Por la puerta se va a la calle. Las sobras de hoy son para 
			mí.  
			 
			Mendiga: Mujer, tú tienes quien te gane. ¡Mi niña y yo estamos 
			solas!  
			 
			Criada: También están solos los perros y viven.  
			 
			Mendiga: Siempre me las dan.  
			 
			Criada: Fuera de aquí. ¿Quién os dijo que entrarais? Ya me habéis 
			dejado los pies señalados. (Se van. Limpia.) Suelos 
			barnizados con aceite, alacenas, pedestales, camas de acero, para 
			que traguemos quina las que vivimos en las chozas de tierra con un 
			plato y una cuchara. ¡Ojalá que un día no quedáramos ni uno para 
			contarlo! (Vuelven a sonar las campanas) Sí, sí, ¡vengan 
			clamores! ¡venga caja con filos dorados y toallas de seda para 
			llevarla!; ¡que lo mismo estarás tú que estaré yo! Fastídiate, 
			Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas 
			enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas 
			detrás de la puerta de tu corral! (Por el fondo, de dos en dos, 
			empiezan a entrar mujeres de luto con pañuelos grandes, faldas y 
			abanicos negros. Entran lentamente hasta llenar la escena) 
			(Rompiendo a gritar) ¡Ay Antonio María Benavides, que ya no 
			verás estas paredes, ni comerás el pan de esta casa! Yo fui la que 
			más te quiso de las que te sirvieron. (Tirándose del cabello) 
			¿Y he de vivir yo después de verte marchar? ¿Y he de vivir?  
			 
			(Terminan de entrar las doscientas mujeres y aparece Bernarda y 
			sus cinco hijas)  
			 
			Bernarda: (A la Criada) ¡Silencio!  
			 
			Criada: (Llorando) ¡Bernarda!  
			 
			Bernarda: Menos gritos y más obras. Debías haber procurado que todo 
			esto estuviera más limpio para recibir al duelo. Vete. No es éste tu 
			lugar. (La Criada se va sollozando) Los pobres son como los 
			animales. Parece como si estuvieran hechos de otras sustancias.  
			 
			Mujer 1: Los pobres sienten también sus penas.  
			 
			Bernarda: Pero las olvidan delante de un plato de garbanzos.  
			 
			Muchacha 1: (Con timidez) Comer es necesario para vivir.  
			 
			Bernarda: A tu edad no se habla delante de las personas mayores.  
			 
			Mujer 1: Niña, cállate.  
			 
			Bernarda: No he dejado que nadie me dé lecciones. Sentarse. (Se 
			sientan. Pausa) (Fuerte) Magdalena, no llores. Si quieres llorar 
			te metes debajo de la cama. ¿Me has oído?  
			 
			Mujer 2:  (A Bernarda) ¿Habéis empezado los trabajos en la 
			era?  
			 
			Bernarda: Ayer.  
			 
			Mujer 3: Cae el sol como plomo.  
			 
			Mujer 1: Hace años no he conocido calor igual.  
			 
			(Pausa. Se abanican todas)  
			 
			Bernarda: ¿Está hecha la limonada?  
			 
			La Poncia: (Sale con una gran bandeja llena de jarritas blancas, 
			que distribuye.) Sí, Bernarda.  
			 
			Bernarda: Dale a los hombres.  
			 
			La Poncia: Ya están tomando en el patio.  
			 
			Bernarda: Que salgan por donde han entrado. No quiero que pasen por 
			aquí.  
			 
			Muchacha: (A Angustias) Pepe el Romano estaba con los hombres 
			del duelo.  
			 
			Angustias: Allí estaba.  
			 
			Bernarda: Estaba su madre. Ella ha visto a su madre. A Pepe no lo ha 
			visto ni ella ni yo.  
			 
			Muchacha: Me pareció...  
			 
			Bernarda: Quien sí estaba era el viudo de Darajalí. Muy cerca de tu 
			tía. A ése lo vimos todas.  
			 
			Mujer 2:  (Aparte y en baja voz) ¡Mala, más que mala!  
			 
			Mujer 3: (Aparte y en baja voz) ¡Lengua de cuchillo!  
			 
			Bernarda: Las mujeres en la iglesia no deben mirar más hombre que al 
			oficiante, y a ése porque tiene faldas. Volver la cabeza es buscar 
			el calor de la pana.  
			 
			Mujer 1:  (En voz baja) ¡Vieja lagarta recocida!  
			 
			La Poncia: (Entre dientes) ¡Sarmentosa por calentura de 
			varón!  
			 
			Bernarda: (Dando un golpe de bastón en el suelo) ¡Alabado sea 
			Dios!  
			 
			Todas:  (Santiguándose) Sea por siempre bendito y alabado.  
			 
			Bernarda:   
			
				¡Descansa en 
				paz con la santa  
				compaña de cabecera! 
			 
			Todas: 
			 
			
				¡Descansa en 
				paz! 
			 
			Bernarda: 
			 
			
				Con el ángel 
				San Miguel  
				y su espada justiciera 
			 
			Todas:
            
			 
			
				¡Descansa en 
				paz! 
			 
			Bernarda: 
			 
			
				Con la llave 
				que todo lo abre  
				y la mano que todo lo cierra. 
			 
			Todas: 
			 
			
				¡Descansa en 
				paz! 
			 
			Bernarda: 
			 
			
				Con los 
				bienaventurados  
				y las lucecitas del campo. 
			 
			Todas: 
			 
			
				¡Descansa en 
				paz! 
			 
			Bernarda: 
			 
			
				Con nuestra 
				santa caridad  
				y las almas de tierra y mar. 
			 
			Todas: 
			 
			
				¡Descansa en 
				paz! 
			 
			
            Bernarda: Concede 
			el reposo a tu siervo Antonio María Benavides y dale la corona de tu 
			santa gloria.  
			 
			Todas:   
			
				Amén. 
			 
			
            Bernarda:  (Se 
			pone de pie y canta)  
			
				"Réquiem 
				aeternam dona eis, Domine". 
			 
			
            Todas:  (De pie y 
			cantando al modo gregoriano)  
			
				"Et lux 
				perpetua luceat eis".  
			 
			(Se santiguan)
			 
			 
			Mujer 1: Salud para rogar por su alma.  
			 
			(Van desfilando)  
			 
			Mujer 3: No te faltará la hogaza de pan caliente.  
			 
			Mujer 2: Ni el techo para tus hijas.  
			 
			(Van desfilando todas por delante de Bernarda y saliendo. Sale 
			Angustias por otra puerta, la que da al patio)  
			 
			Mujer 4: El mismo trigo de tu casamiento lo sigas disfrutando.  
			 
			La Poncia: (Entrando con una bolsa) De parte de los hombres 
			esta bolsa de dineros para responsos.  
			 
			Bernarda: Dales las gracias y échales una copa de aguardiente.  
			 
			Muchacha: (A Magdalena) Magdalena...  
			 
			Bernarda: (A Magdalena, que inicia el llanto) Chist. 
			(Golpea con el bastón.) (Salen todas.) (A las que se han ido) 
			¡Andar a vuestras cuevas a criticar todo lo que habéis visto! Ojalá 
			tardéis muchos años en pasar el arco de mi puerta.  
			 
			La Poncia: No tendrás queja ninguna. Ha venido todo el pueblo.  
			 
			Bernarda: Sí, para llenar mi casa con el sudor de sus refajos y el 
			veneno de sus lenguas.  
			 
			Amelia: ¡Madre, no hable usted así!  
			 
			Bernarda: Es así como se tiene que hablar en este maldito pueblo sin 
			río, pueblo de pozos, donde siempre se bebe el agua con el miedo de 
			que esté envenenada.  
			 
			La Poncia: ¡Cómo han puesto la solería!  
			 
			Bernarda: Igual que si hubiera pasado por ella una manada de cabras.
			(La Poncia limpia el suelo) Niña, dame un abanico.  
			 
			Amelia: Tome usted. (Le da un abanico redondo con flores rojas y 
			verdes.)  
			 
			Bernarda: (Arrojando el abanico al suelo) ¿Es éste el abanico 
			que se da a una viuda? Dame uno negro y aprende a respetar el luto 
			de tu padre.  
			 
			Martirio: Tome usted el mío.  
			 
			Bernarda: ¿Y tú?  
			 
			Martirio: Yo no tengo calor.  
			 
			Bernarda: Pues busca otro, que te hará falta. En ocho años que dure 
			el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haceros 
			cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas. Así pasó 
			en casa de mi padre y en casa de mi abuelo. Mientras, podéis empezar 
			a bordaros el ajuar. En el arca tengo veinte piezas de hilo con el 
			que podréis cortar sábanas y embozos. Magdalena puede bordarlas.  
			 
			Magdalena: Lo mismo me da.  
			 
			Adela: (Agria) Si no queréis bordarlas irán sin bordados. Así 
			las tuyas lucirán más.  
			 
			Magdalena: Ni las mías ni las vuestras. Sé que yo no me voy a casar. 
			Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y 
			días dentro de esta sala oscura.  
			 
			Bernarda: Eso tiene ser mujer.  
			 
			Magdalena: Malditas sean las mujeres.  
			 
			Bernarda: Aquí se hace lo que yo mando. Ya no puedes ir con el 
			cuento a tu padre. Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para 
			el varón. Eso tiene la gente que nace con posibles.  
			 
			(Sale Adela.)  
			 
			Voz: ¡Bernarda!, ¡déjame salir!  
			 
			Bernarda: (En voz alta) ¡Dejadla ya! (Sale la Criada.)
			 
			 
			Criada: Me ha costado mucho trabajo sujetarla. A pesar de sus 
			ochenta años tu madre es fuerte como un roble.  
			 
			Bernarda: Tiene a quien parecérsele. Mi abuelo fue igual.  
			 
			Criada: Tuve durante el duelo que taparle varias veces la boca con 
			un costal vacío porque quería llamarte para que le dieras agua de 
			fregar siquiera, para beber, y carne de perro, que es lo que ella 
			dice que tú le das.  
			 
			Martirio: ¡Tiene mala intención!  
			 
			Bernarda: (A la Criada.) Déjala que se desahogue en el patio.
			 
			 
			Criada: Ha sacado del cofre sus anillos y los pendientes de 
			amatistas, se los ha puesto y me ha dicho que se quiere casar.  
			 
			(Las hijas ríen.)  
			 
			Bernarda: Ve con ella y ten cuidado que no se acerque al pozo.  
			 
			Criada: No tengas miedo que se tire.  
			 
			Bernarda: No es por eso... Pero desde aquel sitio las vecinas pueden 
			verla desde su ventana.  
			 
			(Sale la Criada.)  
			 
			Martirio: Nos vamos a cambiar la ropa.  
			 
			Bernarda: Sí, pero no el pañuelo de la cabeza. ( Entra Adela.) 
			¿Y Angustias?  
			 
			Adela: (Con retintín.) La he visto asomada a la rendija del 
			portón. Los hombres se acababan de ir.  
			 
			Bernarda: ¿Y tú a qué fuiste también al portón?  
			 
			Adela: Me llegué a ver si habían puesto las gallinas.  
			 
			Bernarda: ¡Pero el duelo de los hombres habría salido ya!  
			 
			Adela: (Con intención) Todavía estaba un grupo parado por 
			fuera.  
			 
			Bernarda: (Furiosa) ¡Angustias! ¡Angustias!  
			 
			Angustias: (Entrando.) ¿Qué manda usted?  
			 
			Bernarda: ¿Qué mirabas y a quién?  
			 
			Angustias: A nadie.  
			 
			Bernarda: ¿Es decente que una mujer de tu clase vaya con el anzuelo 
			detrás de un hombre el día de la misa de su padre? ¡Contesta! ¿A 
			quién mirabas?  
			 
			(Pausa.)  
			 
			Angustias: Yo...  
			 
			Bernarda: ¡Tú!  
			 
			Angustias: ¡A nadie!  
			 
			Bernarda: (Avanzando con el bastón) ¡Suave! ¡dulzarrona! 
			(Le da)  
			 
			La Poncia: (Corriendo) ¡Bernarda, cálmate! (La sujeta) 
			(Angustias llora.)  
			 
			Bernarda: ¡Fuera de aquí todas! (Salen)  
			 
			La Poncia: Ella lo ha hecho sin dar alcance a lo que hacía, que está 
			francamente mal. ¡Ya me chocó a mí verla escabullirse hacia el 
			patio! Luego estuvo detrás de una ventana oyendo la conversación que 
			traían los hombres, que, como siempre, no se puede oír.  
			 
			Bernarda: ¡A eso vienen a los duelos! (Con curiosidad) ¿De 
			qué hablaban?  
			 
			La Poncia: Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a 
			un pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo 
			alto del olivar.  
			
			 
			Bernarda: ¿Y ella?  
			 
			La Poncia: Ella, tan conforme. Dicen que iba con los pechos fuera y 
			Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un 
			horror!  
			 
			Bernarda: ¿Y qué pasó?  
			 
			La Poncia: Lo que tenía que pasar. Volvieron casi de día. Paca la 
			Roseta traía el pelo suelto y una corona de flores en la cabeza.  
			 
			Bernarda: Es la única mujer mala que tenemos en el pueblo.  
			
			 
			La Poncia: Porque no es de aquí. Es de muy lejos. Y los que fueron 
			con ella son también hijos de forasteros. Los hombres de aquí no son 
			capaces de eso.  
			 
			Bernarda: No, pero les gusta verlo y comentarlo, y se chupan los 
			dedos de que esto ocurra.  
			 
			La Poncia: Contaban muchas cosas más.  
			 
			Bernarda: (Mirando a un lado y a otro con cierto temor) 
			¿Cuáles?  
			 
			La Poncia: Me da vergüenza referirlas.  
			
			 
			Bernarda: Y mi hija las oyó.  
			 
			La Poncia: ¡Claro!  
			 
			Bernarda: Ésa sale a sus tías; blancas y untosas que ponían ojos de 
			carnero al piropo de cualquier barberillo. ¡Cuánto hay que sufrir y 
			luchar para hacer que las personas sean decentes y no tiren al monte 
			demasiado!  
			 
			La Poncia: ¡Es que tus hijas están ya en edad de merecer! Demasiada 
			poca guerra te dan. Angustias ya debe tener mucho más de los 
			treinta.  
			
			 
			Bernarda: Treinta y nueve justos.  
			 
			La Poncia: Figúrate. Y no ha tenido nunca novio...  
			 
			Bernarda:  (Furiosa) ¡No, no ha tenido novio ninguna, ni les 
			hace falta! Pueden pasarse muy bien.  
			 
			La Poncia: No he querido ofenderte.  
			
			 
			Bernarda: No hay en cien leguas a la redonda quien se pueda acercar 
			a ellas. Los hombres de aquí no son de su clase. ¿Es que quieres que 
			las entregue a cualquier gañán?  
			 
			La Poncia: Debías haberte ido a otro pueblo.  
			 
			Bernarda: Eso, ¡a venderlas!  
			 
			La Poncia: No, Bernarda, a cambiar... ¡Claro que en otros sitios 
			ellas resultan las pobres!  
			 
			Bernarda: ¡Calla esa lengua atormentadora!  
			 
			La Poncia: Contigo no se puede hablar. ¿Tenemos o no tenemos 
			confianza?  
			 
			Bernarda: No tenemos. Me sirves y te pago. ¡Nada más!  
			 
			Criada:  (Entrando.) Ahí está don Arturo, que viene a arreglar 
			las particiones.  
			 
			Bernarda: Vamos. (A la Criada.) Tú empieza a blanquear el 
			patio. (A la Poncia.) Y tú ve guardando en el arca grande 
			toda la ropa del muerto.  
			 
			La Poncia: Algunas cosas las podríamos dar...  
			 
			Bernarda: Nada. ¡Ni un botón! ¡Ni el pañuelo con que le hemos tapado 
			la cara! (Sale lentamente apoyada en el bastón y al salir vuelve 
			la cabeza y mira a sus criadas. Las criadas salen después.)  
			 
			(Entran Amelia y Martirio.)  
			 
			Amelia: ¿Has tomado la medicina?  
			 
			Martirio: ¡Para lo que me va a servir!  
			 
			Amelia: Pero la has tomado.  
			 
			Martirio: Yo hago las cosas sin fe, pero como un reloj.  
			 
			Amelia: Desde que vino el médico nuevo estás más animada.  
			 
			Martirio: Yo me siento lo mismo.  
			 
			Amelia: ¿Te fijaste? Adelaida no estuvo en el duelo.  
			 
			Martirio: Ya lo sabía. Su novio no la deja salir ni al tranco de la 
			calle. Antes era alegre; ahora ni polvos echa en la cara.  
			 
			Amelia: Ya no sabe una si es mejor tener novio o no.  
			 
			Martirio: Es lo mismo.  
			 
			Amelia: De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir. 
			Adelaida habrá pasado mal rato.  
			 
			Martirio: Le tienen miedo a nuestra madre. Es la única que conoce la 
			historia de su padre y el origen de sus tierras. Siempre que viene 
			le tira puñaladas el asunto. Su padre mató en Cuba al marido de 
			primera mujer para casarse con ella. Luego aquí la abandonó y se fue 
			con otra que tenía una hija y luego tuvo relaciones con esta 
			muchacha, la madre de Adelaida, y se casó con ella después de haber 
			muerto loca la segunda mujer.  
			 
			Amelia: Y ese infame, ¿por qué no está en la cárcel?  
			 
			Martirio: Porque los hombres se tapan unos a otros las cosas de esta 
			índole y nadie es capaz de delatar.  
			 
			Amelia: Pero Adelaida no tiene culpa de esto.  
			 
			Martirio: No, pero las cosas se repiten. Y veo que todo es una 
			terrible repetición. Y ella tiene el mismo sino de su madre y de su 
			abuela, mujeres las dos del que la engendró.  
			 
			Amelia: ¡Qué cosa más grande!  
			 
			Martirio: Es preferible no ver a un hombre nunca. Desde niña les 
			tuve miedo. Los veía en el corral uncir los bueyes y levantar los 
			costales de trigo entre voces y zapatazos, y siempre tuve miedo de 
			crecer por temor de encontrarme de pronto abrazada por ellos. Dios 
			me ha hecho débil y fea y los ha apartado definitivamente de mí.  
			 
			Amelia: ¡Eso no digas! Enrique Humanes estuvo detrás de ti y le 
			gustabas.  
			 
			Martirio: ¡Invenciones de la gente! Una vez estuve en camisa detrás 
			de la ventana hasta que fue de día, porque me avisó con la hija de 
			su gañán que iba a venir, y no vino. Fue todo cosa de lenguas. Luego 
			se casó con otra que tenía más que yo.  
			 
			Amelia: ¡Y fea como un demonio!  
			 
			Martirio: ¡Qué les importa a ellos la fealdad! A ellos les importa 
			la tierra, las yuntas y una perra sumisa que les dé de comer.  
			 
			Amelia: ¡Ay!  
			 
			(Entra Magdalena.)  
			 
			Magdalena: ¿Qué hacéis?  
			 
			Martirio: Aquí.  
			 
			Amelia: ¿Y tú?  
			 
			Magdalena: Vengo de correr las cámaras. Por andar un poco. De ver 
			los cuadros bordados en cañamazo de nuestra abuela, el perrito de 
			lanas y el negro luchando con el león, que tanto nos gustaba de 
			niñas. Aquélla era una época más alegre. Una boda duraba diez días y 
			no se usaban las malas lenguas. Hoy hay más finura. Las novias se 
			ponen velo blanco como en las poblaciones, y se bebe vino de 
			botella, pero nos pudrimos por el qué dirán.  
			 
			Martirio: ¡Sabe Dios lo que entonces pasaría!  
			 
			Amelia: (A Magdalena.) Llevas desabrochados los cordones de 
			un zapato.  
			 
			Magdalena: ¡Qué más da!  
			 
			Amelia: ¡Te los vas a pisar y te vas a caer!  
			 
			Magdalena: ¡Una menos!  
			 
			Martirio: ¿Y Adela?  
			 
			Magdalena: ¡Ah! Se ha puesto el traje verde que se hizo para 
			estrenar el día de su cumpleaños, se ha ido al corral y ha comenzado 
			a voces: "¡Gallinas, gallinas, miradme!" ¡Me he tenido que reír!  
			 
			Amelia: ¡Si la hubiera visto madre!  
			 
			Magdalena: ¡Pobrecilla! Es la más joven de nosotras y tiene ilusión. 
			¡Daría algo por verla feliz!  
			 
			(Pausa. Angustias cruza la escena con unas toallas en la mano.)
			 
			 
			Angustias: ¿Qué hora es?  
			 
			Magdalena: Ya deben ser las doce.  
			 
			Angustias: ¿Tanto?  
			 
			Amelia: ¡Estarán al caer!  
			 
			(Sale Angustias.)  
			 
			Magdalena: (Con intención.) ¿Sabéis ya la cosa...? 
			(Señalando a Angustias.)  
			 
			Amelia: No.  
			 
			Magdalena: ¡Vamos!  
			 
			Martirio: ¡No sé a qué cosa te refieres...!  
			 
			Magdalena: Mejor que yo lo sabéis las dos. Siempre cabeza con cabeza 
			como dos ovejitas, pero sin desahogaros con nadie. ¡Lo de Pepe el 
			Romano!  
			 
			Martirio: ¡Ah!  
			 
			Magdalena:  (Remedándola.) ¡Ah! Ya se comenta por el pueblo. 
			Pepe el Romano viene a casarse con Angustias. Anoche estuvo rondando 
			la casa y creo que pronto va a mandar un emisario.  
			 
			Martirio: ¡Yo me alegro! Es buen hombre.  
			
			 
			Amelia: Yo también. Angustias tiene buenas condiciones.  
			 
			Magdalena: Ninguna de las dos os alegráis.  
			 
			Martirio: ¡Magdalena! ¡Mujer!  
			 
			Magdalena: Si viniera por el tipo de Angustias, por Angustias como 
			mujer, yo me alegraría, pero viene por el dinero. Aunque Angustias 
			es nuestra hermana aquí estamos en familia y reconocemos que está 
			vieja, enfermiza, y que siempre ha sido la que ha tenido menos 
			méritos de todas nosotras, porque si con veinte años parecía un palo 
			vestido, ¡qué será ahora que tiene cuarenta!  
			 
			Martirio: No hables así. La suerte viene a quien menos la aguarda.
			 
			 
			Amelia: ¡Después de todo dice la verdad! Angustias tiene el dinero 
			de su padre, es la única rica de la casa y por eso ahora, que 
			nuestro padre ha muerto y ya se harán particiones, vienen por ella!
			 
			 
			Magdalena: Pepe el Romano tiene veinticinco años y es el mejor tipo 
			de todos estos contornos. Lo natural sería que te pretendiera a ti, 
			Amelia, o a nuestra Adela, que tiene veinte años, pero no que venga 
			a buscar lo más oscuro de esta casa, a una mujer que, como su padre 
			habla con la nariz.  
			 
			Martirio: ¡Puede que a él le guste!  
			 
			Magdalena: ¡Nunca he podido resistir tu hipocresía!  
			 
			Martirio: ¡Dios nos valga!  
			 
			(Entra Adela.)  
			 
			Magdalena: ¿Te han visto ya las gallinas?  
			 
			Adela: ¿Y qué querías que hiciera?  
			
			 
			Amelia: ¡Si te ve nuestra madre te arrastra del pelo!  
			 
			Adela: Tenía mucha ilusión con el vestido. Pensaba ponérmelo el día 
			que vamos a comer sandías a la noria. No hubiera habido otro igual.
			 
			 
			Martirio: ¡Es un vestido precioso!  
			 
			Adela: Y me está muy bien. Es lo que mejor ha cortado Magdalena.  
			 
			Magdalena: ¿Y las gallinas qué te han dicho?  
			 
			Adela: Regalarme unas cuantas pulgas que me han acribillado las 
			piernas. (Ríen)  
			 
			Martirio: Lo que puedes hacer es teñirlo de negro.  
			 
			Magdalena: Lo mejor que puedes hacer es regalárselo a Angustias para 
			la boda con Pepe el Romano.  
			 
			Adela: (Con emoción contenida.) ¡Pero Pepe el Romano...!  
			 
			Amelia: ¿No lo has oído decir?  
			 
			Adela: No.  
			 
			Magdalena: ¡Pues ya lo sabes!  
			 
			Adela: ¡Pero si no puede ser!  
			 
			Magdalena: ¡El dinero lo puede todo!  
			 
			Adela: ¿Por eso ha salido detrás del duelo y estuvo mirando por el 
			portón? (Pausa) Y ese hombre es capaz de...  
			 
			Magdalena: Es capaz de todo.  
			 
			(Pausa)  
			 
			Martirio: ¿Qué piensas, Adela?  
			 
			Adela: Pienso que este luto me ha cogido en la peor época de mi vida 
			para pasarlo.  
			 
			Magdalena: Ya te acostumbrarás.  
			 
			Adela: (Rompiendo a llorar con ira) ¡No , no me acostumbraré! 
			Yo no quiero estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes 
			como a vosotras. ¡No quiero perder mi blancura en estas 
			habitaciones! ¡Mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a 
			pasear por la calle! ¡Yo quiero salir!  
			 
			(Entra la Criada.)  
			 
			Magdalena: (Autoritaria.) ¡Adela!  
			 
			Criada: ¡La pobre! ¡Cuánto ha sentido a su padre! (Sale)  
			 
			Martirio: ¡Calla!  
			 
			Amelia: Lo que sea de una será de todas.  
			 
			(Adela se calma.)  
			 
			Magdalena: Ha estado a punto de oírte la criada.  
			 
			Criada: (Apareciendo.) Pepe el Romano viene por lo alto de la 
			calle.  
			 
			(Amelia, Martirio y Magdalena corren presurosas.)  
			 
			Magdalena: ¡Vamos a verlo!  
			 
			(Salen rápidas.)  
			 
			Criada:  (A Adela.) ¿Tú no vas?  
			 
			Adela: No me importa.  
			 
			Criada: Como dará la vuelta a la esquina, desde la ventana de tu 
			cuarto se verá mejor. (Sale la Criada.)  
			 
			(Adela queda en escena dudando. Después de un instante se va también 
			rápida hacia su habitación. Salen Bernarda y la Poncia.)  
			 
			Bernarda: ¡Malditas particiones!  
			 
			La Poncia: ¡Cuánto dinero le queda a Angustias!  
			 
			Bernarda: Sí.  
			 
			La Poncia: Y a las otras, bastante menos.  
			 
			Bernarda: Ya me lo has dicho tres veces y no te he querido replicar. 
			Bastante menos, mucho menos. No me lo recuerdes más.  
			 
			(Sale Angustias muy compuesta de cara.)  
			 
			Bernarda: ¡Angustias!  
			 
			Angustias: Madre.  
			 
			Bernarda: ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara? ¿Has 
			tenido valor de lavarte la cara el día de la misa de tu padre?  
			 
			Angustias: No era mi padre. El mío murió hace tiempo. ¿Es que ya no 
			lo recuerda usted?  
			 
			Bernarda: ¡Más debes a este hombre, padre de tus hermanas, que al 
			tuyo! Gracias a este hombre tienes colmada tu fortuna.  
			 
			Angustias: ¡Eso lo teníamos que ver!  
			 
			Bernarda: ¡Aunque fuera por decencia! ¡Por respeto!  
			 
			Angustias: Madre, déjeme usted salir.  
			 
			Bernarda: ¿Salir? Después que te hayas quitado esos polvos de la 
			cara. ¡Suavona! ¡Yeyo! ¡Espejo de tus tías! (Le quita 
			violentamente con su pañuelo los polvos) ¡Ahora vete!  
			 
			La Poncia: ¡Bernarda, no seas tan inquisitiva!  
			 
			Bernarda: Aunque mi madre esté loca yo estoy con mis cinco sentidos 
			y sé perfectamente lo que hago.  
			 
			(Entran todas.)  
			 
			Magdalena: ¿Qué pasa?  
			 
			Bernarda: No pasa nada.  
			 
			Magdalena:  (A Angustias.) Si es que discutís por las 
			particiones, tú, que eres la más rica, te puedes quedar con todo.
			 
			 
			Angustias: ¡Guárdate la lengua en la madriguera!  
			 
			Bernarda: (Golpeando con el bastón en el suelo.) ¡No os 
			hagáis ilusiones de que vais a poder conmigo. ¡Hasta que salga de 
			esta casa con los pies adelante mandaré en lo mío y en lo vuestro!
			 
			 
			(Se oyen unas voces y entra en escena María Josefa, la madre de 
			Bernarda, viejísima, ataviada con flores en la cabeza y en el 
			pecho.)  
			 
			María Josefa: Bernarda, ¿dónde está mi mantilla? Nada de lo que 
			tengo quiero que sea para vosotras, ni mis anillos, ni mi traje 
			negro de moaré, porque ninguna de vosotras se va a casar. ¡Ninguna! 
			¡Bernarda, dame mi gargantilla de perlas!  
			 
			Bernarda: (A la Criada.) ¿Por qué la habéis dejado entrar?
			 
			 
			Criada: (Temblando.) ¡Se me escapó!  
			 
			María Josefa: Me escapé porque me quiero casar, porque quiero 
			casarme con un varón hermoso de la orilla del mar, ya que aquí los 
			hombres huyen de las mujeres.  
			 
			Bernarda: ¡Calle usted, madre!  
			 
			María Josefa: No, no callo. No quiero ver a estas mujeres solteras, 
			rabiando por la boda, haciéndose polvo el corazón, y yo me quiero ir 
			a mi pueblo. ¡Bernarda, yo quiero un varón para casarme y tener 
			alegría!  
			
			 
			Bernarda: ¡Encerradla!  
			 
			María Josefa: ¡Déjame salir, Bernarda!  
			 
			(La Criada coge a María Josefa.)  
			 
			Bernarda: ¡Ayudarla vosotras!  
			 
			(Todas arrastran a la vieja.)  
			 
			María Josefa: ¡Quiero irme de aquí! ¡Bernarda! ¡A casarme a la 
			orilla del mar, a la orilla del mar!  
			  
			Telón rápido. 
			
			  
			
			 
			
			  
			
			  
			
			
			 
			
			ACTO SEGUNDO 
			  
			
			
			  
			Habitación blanca del 
			interior de la casa de Bernarda. Las puertas de la izquierda dan a 
			los dormitorios. Las hijas de Bernarda están sentadas en sillas 
			bajas, cosiendo. Magdalena borda. Con ellas está la Poncia.  
			 
			Angustias: Ya he cortado la tercer sábana.  
			 
			Martirio: Le corresponde a Amelia.  
			 
			Magdalena: Angustias, ¿pongo también las iniciales de Pepe?  
			 
			Angustias: (Seca.) No.  
			 
			Magdalena: (A voces.) Adela, ¿no vienes?  
			 
			Amelia: Estará echada en la cama.  
			 
			La Poncia: Ésa tiene algo. La encuentro sin sosiego, temblona, 
			asustada, como si tuviera una lagartija entre los pechos.  
			 
			Martirio: No tiene ni más ni menos que lo que tenemos todas.  
			 
			Magdalena: Todas, menos Angustias.  
			 
			Angustias: Yo me encuentro bien, y al que le duela que reviente.  
			 
			Magdalena: Desde luego hay que reconocer que lo mejor que has tenido 
			siempre ha sido el talle y la delicadeza.  
			 
			Angustias: Afortunadamente pronto voy a salir de este infierno.  
			 
			Magdalena: ¡A lo mejor no sales!  
			 
			Martirio: ¡Dejar esa conversación!  
			 
			Angustias: Y, además, ¡mas vale onza en el arca que ojos negros en 
			la cara!  
			 
			Magdalena: Por un oído me entra y por otro me sale.  
			 
			Amelia: (A la Poncia.) Abre la puerta del patio a ver si nos 
			entra un poco el fresco.  
			 
			(La Poncia lo hace.)  
			 
			Martirio: Esta noche pasada no me podía quedar dormida del calor.
			 
			 
			Amelia: ¡Yo tampoco!  
			 
			Magdalena: Yo me levanté a refrescarme. Había un nublo negro de 
			tormenta y hasta cayeron algunas gotas.  
			 
			La Poncia: Era la una de la madrugada y salía fuego de la tierra. 
			También me levanté yo. Todavía estaba Angustias con Pepe en la 
			ventana.  
			 
			Magdalena: (Con ironía.) ¿Tan tarde? ¿A qué hora se fue?  
			 
			Angustias: Magdalena, ¿a qué preguntas, si lo viste?  
			 
			Amelia: Se iría a eso de la una y media.  
			 
			Angustias: Sí. ¿Tú por qué lo sabes?  
			 
			Amelia: Lo sentí toser y oí los pasos de su jaca.  
			 
			La Poncia: ¡Pero si yo lo sentí marchar a eso de las cuatro!  
			 
			Angustias: ¡No sería él!  
			 
			La Poncia: ¡Estoy segura!  
			 
			Amelia: A mí también me pareció...  
			 
			Magdalena: ¡Qué cosa más rara!  
			 
			(Pausa.)  
			 
			La Poncia: Oye, Angustias, ¿qué fue lo que te dijo la primera vez 
			que se acercó a tu ventana?  
			 
			Angustias: Nada. ¡Qué me iba a decir? Cosas de conversación.  
			 
			Martirio: Verdaderamente es raro que dos personas que no se conocen 
			se vean de pronto en una reja y ya novios.  
			 
			Angustias: Pues a mí no me chocó.  
			 
			Amelia: A mí me daría no sé qué.  
			 
			Angustias: No, porque cuando un hombre se acerca a una reja ya sabe 
			por los que van y vienen, llevan y traen, que se le va a decir que 
			sí.  
			 
			Martirio: Bueno, pero él te lo tendría que decir.  
			 
			Angustias: ¡Claro!  
			 
			Amelia: (Curiosa.) ¿Y cómo te lo dijo?  
			 
			Angustias: Pues, nada: "Ya sabes que ando detrás de ti, necesito una 
			mujer buena, modosa, y ésa eres tú, si me das la conformidad."  
			 
			Amelia: ¡A mí me da vergüenza de estas cosas!  
			 
			Angustias: Y a mí, ¡pero hay que pasarlas!  
			 
			La Poncia: ¿Y habló más?  
			 
			Angustias: Sí, siempre habló él.  
			 
			Martirio: ¿Y tú?  
			 
			Angustias: Yo no hubiera podido. Casi se me salía el corazón por la 
			boca. Era la primera vez que estaba sola de noche con un hombre.  
			 
			Magdalena: Y un hombre tan guapo.  
			 
			Angustias: No tiene mal tipo.  
			 
			La Poncia: Esas cosas pasan entre personas ya un poco instruidas, 
			que hablan y dicen y mueven la mano... La primera vez que mi marido 
			Evaristo el Colorín vino a mi ventana... ¡Ja, ja, ja!  
			 
			Amelia: ¿Qué pasó?  
			 
			La Poncia: Era muy oscuro. Lo vi acercarse y, al llegar, me dijo: 
			"Buenas noches." "Buenas noches", le dije yo, y nos quedamos 
			callados más de media hora. Me corría el sudor por todo el cuerpo. 
			Entonces Evaristo se acercó, se acercó que se quería meter por los 
			hierros, y dijo con voz muy baja: "¡Ven que te tiente!"  
			 
			(Ríen todas. Amelia se levanta corriendo y espía por una puerta.)
			 
			 
			Amelia: ¡Ay! Creí que llegaba nuestra madre.  
			 
			Magdalena: ¡Buenas nos hubiera puesto! (Siguen riendo.)  
			 
			Amelia: Chisst... ¡Que nos va a oír!  
			 
			La Poncia: Luego se portó bien. En vez de darle por otra cosa, le 
			dio por criar colorines hasta que murió. A vosotras, que sois 
			solteras, os conviene saber de todos modos que el hombre a los 
			quince días de boda deja la cama por la mesa, y luego la mesa por la 
			tabernilla. Y la que no se conforma se pudre llorando en un rincón.
			 
			 
			Amelia: Tú te conformaste.  
			 
			La Poncia: ¡Yo pude con él!  
			 
			Martirio: ¿Es verdad que le pegaste algunas veces?  
			 
			La Poncia: Sí, y por poco lo dejo tuerto.  
			 
			Magdalena: ¡Así debían ser todas las mujeres!  
			 
			La Poncia: Yo tengo la escuela de tu madre. Un día me dijo no sé qué 
			cosa y le maté todos los colorines con la mano del almirez. 
			(Ríen)  
			 
			Magdalena: Adela, niña, no te pierdas esto.  
			 
			Amelia: Adela. (Pausa.)  
			 
			Magdalena: ¡Voy a ver! (Entra.)  
			 
			La Poncia: ¡Esa niña está mala!  
			 
			Martirio: Claro, ¡no duerme apenas!  
			 
			La Poncia: Pues, ¿qué hace?  
			 
			Martirio: ¡Yo qué sé lo que hace!  
			 
			La Poncia: Mejor lo sabrás tú que yo, que duermes pared por medio.
			 
			 
			Angustias: La envidia la come.  
			 
			Amelia: No exageres.  
			 
			Angustias: Se lo noto en los ojos. Se le está poniendo mirar de 
			loca.  
			 
			Martirio: No habléis de locos. Aquí es el único sitio donde no se 
			puede pronunciar esta palabra.  
			 
			(Sale Magdalena con Adela.)  
			 
			Magdalena: Pues, ¿no estabas dormida?  
			 
			Adela: Tengo mal cuerpo.  
			 
			Martirio: (Con intención.) ¿Es que no has dormido bien esta 
			noche?  
			 
			Adela: Sí.  
			 
			Martirio: ¿Entonces?  
			 
			Adela: (Fuerte.) ¡Déjame ya! ¡Durmiendo o velando, no tienes 
			por qué meterte en lo mío! ¡Yo hago con mi cuerpo lo que me parece!
			 
			 
			Martirio: ¡Sólo es interés por ti!  
			 
			Adela: Interés o inquisición. ¿No estabais cosiendo? Pues seguir. 
			¡Quisiera ser invisible, pasar por las habitaciones sin que me 
			preguntarais dónde voy!  
			 
			Criada: (Entra.) Bernarda os llama. Está el hombre de los 
			encajes. (Salen.)  
			 
			(Al salir, Martirio mira fijamente a Adela.)  
			 
			Adela: ¡No me mires más! Si quieres te daré mis ojos, que son 
			frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes, 
			pero vuelve la cabeza cuando yo pase.  
			 
			(Se va Martirio.)  
			 
			La Poncia: ¡Adela, que es tu hermana, y además la que más te quiere!
			 
			 
			Adela: Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver 
			si duermo. No me deja respirar. Y siempre: "¡Qué lástima de cara! 
			¡Qué lástima de cuerpo, que no va a ser para nadie!" ¡Y eso no! Mi 
			cuerpo será de quien yo quiera!  
			 
			La Poncia: (Con intención y en voz baja.) De Pepe el Romano, 
			¿no es eso?  
			 
			Adela: (Sobrecogida.) ¿Qué dices?  
			 
			La Poncia: ¡Lo que digo, Adela!  
			 
			Adela: ¡Calla!  
			 
			La Poncia: (Alto.) ¿Crees que no me he fijado?  
			 
			Adela: ¡Baja la voz!  
			 
			La Poncia: ¡Mata esos pensamientos!  
			 
			Adela: ¿Qué sabes tú?  
			 
			La Poncia: Las viejas vemos a través de las paredes. ¿Dónde vas de 
			noche cuando te levantas?  
			 
			Adela: ¡Ciega debías estar!  
			 
			La Poncia: Con la cabeza y las manos llenas de ojos cuando se trata 
			de lo que se trata. Por mucho que pienso no sé lo que te propones. 
			¿Por qué te pusiste casi desnuda con la luz encendida y la ventana 
			abierta al pasar Pepe el segundo día que vino a hablar con tu 
			hermana?  
			 
			Adela: ¡Eso no es verdad!  
			 
			La Poncia: ¡No seas como los niños chicos! Deja en paz a tu hermana 
			y si Pepe el Romano te gusta te aguantas. (Adela llora.) 
			Además, ¿quién dice que no te puedas casar con él? Tu hermana 
			Angustias es una enferma. Ésa no resiste el primer parto. Es 
			estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se 
			morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta 
			tierra: se casará con la más joven, la más hermosa, y ésa eres tú. 
			Alimenta esa esperanza, olvídalo. Lo que quieras, pero no vayas 
			contra la ley de Dios.  
			 
			Adela: ¡Calla!  
			 
			La Poncia: ¡No callo!  
			 
			Adela: Métete en tus cosas, ¡oledora! ¡pérfida!  
			 
			La Poncia: ¡Sombra tuya he de ser!  
			 
			Adela: En vez de limpiar la casa y acostarte para rezar a tus 
			muertos, buscas como una vieja marrana asuntos de hombres y mujeres 
			para babosear en ellos.  
			 
			La Poncia: ¡Velo! Para que las gentes no escupan al pasar por esta 
			puerta.  
			 
			Adela: ¡Qué cariño tan grande te ha entrado de pronto por mi 
			hermana!  
			 
			La Poncia: No os tengo ley a ninguna, pero quiero vivir en casa 
			decente. ¡No quiero mancharme de vieja!  
			 
			Adela: Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti, que 
			eres una criada, por encima de mi madre saltaría para apagarme este 
			fuego que tengo levantado por piernas y boca. ¿ Qué puedes decir de 
			mí? Que me encierro en mi cuarto y no abro la puerta? ¿Que no 
			duermo? ¡Soy más lista que tú! Mira a ver si puedes agarrar la 
			liebre con tus manos.  
			 
			La Poncia: No me desafíes. ¡Adela, no me desafíes! Porque yo puedo 
			dar voces, encender luces y hacer que toquen las campanas.  
			 
			Adela: Trae cuatro mil bengalas amarillas y ponlas en las bardas del 
			corral. Nadie podrá evitar que suceda lo que tiene que suceder.  
			 
			La Poncia: ¡Tanto te gusta ese hombre!  
			 
			Adela: ¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre 
			lentamente.  
			 
			La Poncia: Yo no te puedo oír.  
			 
			Adela: ¡Pues me oirás! Te he tenido miedo. ¡Pero ya soy más fuerte 
			que tú!  
			 
			(Entra Angustias.)  
			 
			Angustias: ¡Siempre discutiendo!  
			 
			La Poncia: Claro, se empeña en que, con el calor que hace, vaya a 
			traerle no sé qué cosa de la tienda.  
			 
			Angustias: ¿Me compraste el bote de esencia?  
			 
			La Poncia: El más caro. Y los polvos. En la mesa de tu cuarto los he 
			puesto.  
			 
			(Sale Angustias.)  
			 
			Adela: ¡Y chitón!  
			 
			La Poncia: ¡Lo veremos!  
			 
			(Entran Martirio, Amelia y Magdalena)  
			 
			Magdalena: (A Adela) ¿Has visto los encajes?  
			 
			Amelia: Los de Angustias para sus sábanas de novia son preciosos.
			 
			 
			Adela:  (A Martirio, que trae unos encajes) ¿Y éstos?  
			 
			Martirio: Son para mí. Para una camisa.  
			 
			Adela:  (Con sarcasmo.) ¡Se necesita buen humor!  
			 
			Martirio:  (Con intención) Para verlos yo. No necesito lucirme 
			ante nadie.  
			 
			La Poncia: Nadie la ve a una en camisa.  
			 
			Martirio: (Con intención y mirando a Adela.) ¡A veces! Pero 
			me encanta la ropa interior. Si fuera rica la tendría de holanda. Es 
			uno de los pocos gustos que me quedan.  
			 
			La Poncia: Estos encajes son preciosos para las gorras de niño, para 
			mantehuelos de cristianar. Yo nunca pude usarlos en los míos. A ver 
			si ahora Angustias los usa en los suyos. Como le dé por tener crías 
			vais a estar cosiendo mañana y tarde.  
			 
			Magdalena: Yo no pienso dar una puntada.  
			 
			Amelia: Y mucho menos cuidar niños ajenos. Mira tú cómo están las 
			vecinas del callejón, sacrificadas por cuatro monigotes.  
			 
			La Poncia: Ésas están mejor que vosotras. ¡Siquiera allí se ríe y se 
			oyen porrazos!  
			 
			Martirio: Pues vete a servir con ellas.  
			 
			La Poncia: No. ¡Ya me ha tocado en suerte este convento!  
			 
			(Se oyen unos campanillos lejanos, como a través de varios 
			muros.)  
			 
			Magdalena: Son los hombres que vuelven al trabajo.  
			 
			La Poncia: Hace un minuto dieron las tres.  
			 
			Martirio: ¡Con este sol!  
			 
			Adela: (Sentándose) ¡Ay, quién pudiera salir también a los 
			campos!  
			 
			Magdalena: (Sentándose) ¡Cada clase tiene que hacer lo suyo!
			 
			 
			Martirio: (Sentándose) ¡Así es!  
			 
			Amelia: (Sentándose) ¡Ay!  
			 
			La Poncia: No hay alegría como la de los campos en esta época. Ayer 
			de mañana llegaron los segadores. Cuarenta o cincuenta buenos mozos.
			 
			 
			Magdalena: ¿De dónde son este año?  
			 
			La Poncia: De muy lejos. Vinieron de los montes. ¡Alegres! ¡Como 
			árboles quemados! ¡Dando voces y arrojando piedras! Anoche llegó al 
			pueblo una mujer vestida de lentejuelas y que bailaba con un 
			acordeón, y quince de ellos la contrataron para llevársela al 
			olivar. Yo los vi de lejos. El que la contrataba era un muchacho de 
			ojos verdes, apretado como una gavilla de trigo.  
			 
			Amelia: ¿Es eso cierto?  
			 
			Adela: ¡Pero es posible!  
			 
			La Poncia: Hace años vino otra de éstas y yo misma di dinero a mi 
			hijo mayor para que fuera. Los hombres necesitan estas cosas.  
			 
			Adela: Se les perdona todo.  
			 
			Amelia: Nacer mujer es el mayor castigo.  
			 
			Magdalena: Y ni nuestros ojos siquiera nos pertenecen.  
			 
			(Se oye un canto lejano que se va acercando.)  
			 
			La Poncia: Son ellos. Traen unos cantos preciosos.  
			 
			Amelia: Ahora salen a segar.  
			 
			Coro:   
			
				Ya salen los 
				segadores  
				en busca de las espigas;  
				se llevan los corazones  
				de las muchachas que miran. 
			 
			(Se oyen 
			panderos y carrañacas. Pausa. Todas oyen en un silencio traspasado 
			por el sol.)  
			 
			Amelia: ¡Y no les importa el calor!  
			 
			Martirio: Siegan entre llamaradas.  
			 
			Adela: Me gustaría segar para ir y venir. Así se olvida lo que nos 
			muerde.  
			 
			Martirio: ¿Qué tienes tú que olvidar?  
			 
			Adela: Cada una sabe sus cosas.  
			 
			Martirio: (Profunda.) ¡Cada una!  
			 
			La Poncia: ¡Callar! ¡Callar!  
			 
			Coro: (Muy lejano.)  
			
				Abrir puertas y 
				ventanas  
				las que vivís en el pueblo; 
				el segador pide rosas  
				para adornar su sombrero. 
			 
			
			La Poncia: ¡Qué 
			canto!  
			 
			Martirio: (Con nostalgia.)  
			
				Abrir puertas y 
				ventanas  
				las que vivís en el pueblo... 
			 
			
			Adela: (Con 
			pasión.)  
			
				... el segador 
				pide rosas  
				para adornar su sombrero. 
			 
			(Se va alejando 
			el cantar.)  
			 
			La Poncia: Ahora dan la vuelta a la esquina.  
			 
			Adela: Vamos a verlos por la ventana de mi cuarto.  
			 
			La Poncia: Tened cuidado con no entreabrirla mucho, porque son 
			capaces de dar un empujón para ver quién mira.  
			 
			(Se van las tres. Martirio queda sentada en la silla baja con la 
			cabeza entre las manos.)  
			 
			Amelia: (Acercándose.) ¿Qué te pasa?  
			 
			Martirio: Me sienta mal el calor.  
			 
			Amelia: ¿No es más que eso?  
			 
			Martirio: Estoy deseando que llegue noviembre, los días de lluvia, 
			la escarcha; todo lo que no sea este verano interminable.  
			 
			Amelia: Ya pasará y volverá otra vez.  
			 
			Martirio: ¡Claro! (Pausa.) ¿A qué hora te dormiste anoche?
			 
			 
			Amelia: No sé. Yo duermo como un tronco. ¿Por qué?  
			 
			Martirio: Por nada, pero me pareció oír gente en el corral.  
			 
			Amelia: ¿Sí?  
			 
			Martirio: Muy tarde.  
			 
			Amelia: ¿Y no tuviste miedo?  
			 
			Martirio: No. Ya lo he oído otras noches.  
			 
			Amelia: Debíamos tener cuidado. ¿No serían los gañanes?  
			 
			Martirio: Los gañanes llegan a las seis.  
			 
			Amelia: Quizá una mulilla sin desbravar.  
			 
			Martirio: (Entre dientes y llena de segunda intención.) ¡Eso, 
			eso!, una mulilla sin desbravar.  
			 
			Amelia: ¡Hay que prevenir!  
			 
			Martirio: ¡No, no! No digas nada. Puede ser un barrunto mío.  
			 
			Amelia: Quizá.  
			 
			(Pausa. Amelia inicia el mutis.)  
			 
			Martirio: Amelia.  
			 
			Amelia: (En la puerta.) ¿Qué?  
			 
			(Pausa.)  
			 
			Martirio: Nada.  
			 
			(Pausa.)  
			 
			Amelia: ¿Por qué me llamaste?  
			 
			(Pausa)  
			 
			Martirio: Se me escapó. Fue sin darme cuenta.  
			 
			(Pausa)  
			 
			Amelia: Acuéstate un poco.  
			 
			Angustias: (Entrando furiosa en escena, de modo que haya un gran 
			contraste con los silencios anteriores.) ¿Dónde está el retrato 
			de Pepe que tenía yo debajo de mi almohada? ¿Quién de vosotras lo 
			tiene?  
			 
			Martirio: Ninguna.  
			 
			Amelia: Ni que Pepe fuera un San Bartolomé de plata.  
			 
			Angustias: ¿Dónde está el retrato?  
			 
			(Entran La Poncia, Magdalena y Adela.)  
			 
			Adela: ¿Qué retrato?  
			 
			Angustias: Una de vosotras me lo ha escondido.  
			 
			Magdalena: ¿Tienes la desvergüenza de decir esto?  
			 
			Angustias: Estaba en mi cuarto y no está.  
			 
			Martirio: ¿Y no se habrá escapado a medianoche al corral? A Pepe le 
			gusta andar con la luna.  
			 
			Angustias: ¡No me gastes bromas! Cuando venga se lo contaré.  
			 
			La Poncia: ¡Eso, no! ¡Porque aparecerá! (Mirando Adela.)  
			 
			Angustias: ¡Me gustaría saber cuál de vosotras lo tiene!  
			 
			Adela: (Mirando a Martirio.) ¡Alguna! ¡Todas, menos yo!  
			 
			Martirio: (Con intención.) ¡Desde luego!  
			 
			Bernarda: (Entrando con su bastón.) ¿Qué escándalo es éste en 
			mi casa y con el silencio del peso del calor? Estarán las vecinas 
			con el oído pegado a los tabiques.  
			 
			Angustias: Me han quitado el retrato de mi novio.  
			 
			Bernarda: (Fiera.) ¿Quién? ¿Quién?  
			 
			Angustias: ¡Éstas!  
			 
			Bernarda: ¿Cuál de vosotras? (Silencio.) ¡Contestarme! 
			(Silencio. A Poncia.) Registra los cuartos, mira por las camas. 
			Esto tiene no ataros más cortas. ¡Pero me vais a soñar! (A 
			Angustias.) ¿Estás segura?  
			 
			Angustias: Sí.  
			 
			Bernarda: ¿Lo has buscado bien?  
			 
			Angustias: Sí, madre.  
			 
			(Todas están en medio de un embarazoso silencio.)  
			 
			Bernarda: Me hacéis al final de mi vida beber el veneno más amargo 
			que una madre puede resistir. (A Poncia.) ¿No lo encuentras?
			 
			 
			La Poncia: (Saliendo.) Aquí está.  
			 
			Bernarda: ¿Dónde lo has encontrado?  
			 
			La Poncia: Estaba...  
			 
			Bernarda: Dilo sin temor.  
			 
			La Poncia: (Extrañada.) Entre las sábanas de la cama de 
			Martirio.  
			 
			Bernarda: (A Martirio.) ¿Es verdad?  
			 
			Martirio: ¡Es verdad!  
			 
			Bernarda: (Avanzando y golpeándola con el bastón.) ¡Mala 
			puñalada te den, mosca muerta! ¡Sembradura de vidrios!  
			 
			Martirio: (Fiera.) ¡No me pegue usted, madre!  
			 
			Bernarda: ¡Todo lo que quiera!  
			 
			Martirio: ¡Si yo la dejo! ¿Lo oye? ¡Retírese usted!  
			 
			La Poncia: No faltes a tu madre.  
			 
			Angustias: (Cogiendo a Bernarda.) Déjela. ¡Por favor!  
			 
			Bernarda: Ni lágrimas te quedan en esos ojos.  
			
			 
			Martirio: No voy a llorar para darle gusto.  
			 
			Bernarda: ¿Por qué has cogido el retrato?  
			 
			Martirio: ¿Es que yo no puedo gastar una broma a mi hermana? ¿Para 
			qué otra cosa lo iba a querer?  
			 
			Adela: (Saltando llena de celos.) No ha sido broma, que tú no 
			has gustado nunca de juegos. Ha sido otra cosa que te reventaba el 
			pecho por querer salir. Dilo ya claramente.  
			 
			Martirio: ¡Calla y no me hagas hablar, que si hablo se van a juntar 
			las paredes unas con otras de vergüenza!  
			 
			Adela: ¡La mala lengua no tiene fin para inventar!  
			 
			Bernarda: ¡Adela!  
			 
			Magdalena: Estáis locas.  
			
			 
			Amelia: Y nos apedreáis con malos pensamientos.  
			 
			Martirio: Otras hacen cosas más malas.  
			 
			Adela: Hasta que se pongan en cueros de una vez y se las lleve el 
			río.  
			 
			Bernarda: ¡Perversa!  
			 
			Angustias: Yo no tengo la culpa de que Pepe el Romano se haya fijado 
			en mí.  
			 
			Adela: ¡Por tus dineros!  
			 
			Angustias: ¡Madre!  
			 
			Bernarda: ¡Silencio!  
			 
			Martirio: Por tus marjales y tus arboledas.  
			 
			Magdalena: ¡Eso es lo justo!  
			 
			Bernarda: ¡Silencio digo! Yo veía la tormenta venir, pero no creía 
			que estallara tan pronto. ¡Ay, qué pedrisco de odio habéis echado 
			sobre mi corazón! Pero todavía no soy anciana y tengo cinco cadenas 
			para vosotras y esta casa levantada por mi padre para que ni las 
			hierbas se enteren de mi desolación. ¡Fuera de aquí! (Salen. 
			Bernarda se sienta desolada. La Poncia está de pie arrimada a los 
			muros. Bernarda reacciona, da un golpe en el suelo y dice:) 
			¡Tendré que sentarles la mano! Bernarda, ¡acuérdate que ésta es tu 
			obligación!  
			 
			La Poncia: ¿Puedo hablar?  
			 
			Bernarda: Habla. Siento que hayas oído. Nunca está bien una extraña 
			en el centro de la familia.  
			 
			La Poncia: Lo visto, visto está.  
			 
			Bernarda: Angustias tiene que casarse en seguida.  
			 
			La Poncia: Hay que retirarla de aquí.  
			 
			Bernarda: No a ella. ¡A él!  
			 
			La Poncia: ¡Claro, a él hay que alejarlo de aquí! Piensas bien.  
			 
			Bernarda: No pienso. Hay cosas que no se pueden ni se deben pensar. 
			Yo ordeno.  
			
			La Poncia: ¿Y tú crees que él querrá marcharse?  
			 
			Bernarda:  (Levantándose.) ¿Qué imagina tu cabeza?  
			 
			La Poncia: Él, claro, ¡se casará con Angustias!  
			 
			Bernarda: Habla. Te conozco demasiado para saber que ya me tienes 
			preparada la cuchilla.  
			 
			La Poncia: Nunca pensé que se llamara asesinato al aviso.  
			 
			Bernarda: ¿Me tienes que prevenir algo?  
			 
			La Poncia: Yo no acuso, Bernarda. Yo sólo te digo: abre los ojos y 
			verás.  
			 
			Bernarda: ¿Y verás qué?  
			 
			La Poncia: Siempre has sido lista. Has visto lo malo de las gentes a 
			cien leguas. Muchas veces creí que adivinabas los pensamientos. Pero 
			los hijos son los hijos. Ahora estás ciega.  
			 
			Bernarda: ¿Te refieres a Martirio?  
			 
			La Poncia: Bueno, a Martirio... (Con curiosidad.) ¿Por qué 
			habrá escondido el retrato?  
			 
			Bernarda: (Queriendo ocultar a su hija.) Después de todo ella 
			dice que ha sido una broma. ¿Qué otra cosa puede ser?  
			 
			La Poncia: (Con sorna.) ¿Tú lo crees así?  
			 
			Bernarda:  (Enérgica.) No lo creo. ¡Es así!  
			 
			La Poncia: Basta. Se trata de lo tuyo. Pero si fuera la vecina de 
			enfrente, ¿qué sería?  
			 
			Bernarda: Ya empiezas a sacar la punta del cuchillo.  
			 
			La Poncia:  (Siempre con crueldad.) No, Bernarda, aquí pasa 
			una cosa muy grande. Yo no te quiero echar la culpa, pero tú no has 
			dejado a tus hijas libres. Martirio es enamoradiza, digas lo que tú 
			quieras. ¿Por qué no la dejaste casar con Enrique Humanes? ¿Por qué 
			el mismo día que iba a venir a la ventana le mandaste recado que no 
			viniera?  
			 
			Bernarda:  (Fuerte.) ¡Y lo haría mil veces! Mi sangre no se 
			junta con la de los Humanes mientras yo viva! Su padre fue gañán.
			 
			 
			La Poncia: ¡Y así te va a ti con esos humos!  
			 
			Bernarda: Los tengo porque puedo tenerlos. Y tú no los tienes porque 
			sabes muy bien cuál es tu origen.  
			 
			La Poncia: (Con odio.) ¡No me lo recuerdes! Estoy ya vieja, 
			siempre agradecí tu protección.  
			 
			Bernarda: (Crecida.) ¡No lo parece!  
			 
			La Poncia: (Con odio envuelto en suavidad.) A Martirio se le 
			olvidará esto.  
			 
			Bernarda: Y si no lo olvida peor para ella. No creo que ésta sea la 
			«cosa muy grande» que aquí pasa. Aquí no pasa nada. ¡Eso quisieras 
			tú! Y si pasara algún día estáte segura que no traspasaría las 
			paredes.  
			 
			La Poncia: ¡Eso no lo sé yo! En el pueblo hay gentes que leen 
			también de lejos los pensamientos escondidos.  
			 
			Bernarda: ¡Cómo gozarías de vernos a mí y a mis hijas camino del 
			lupanar!  
			 
			La Poncia: ¡Nadie puede conocer su fin!  
			 
			Bernarda: ¡Yo sí sé mi fin! ¡Y el de mis hijas! El lupanar se queda 
			para alguna mujer ya difunta...  
			 
			La Poncia: (Fiera.) ¡Bernarda! ¡Respeta la memoria de mi 
			madre!  
			 
			Bernarda: ¡No me persigas tú con tus malos pensamientos!  
			 
			(Pausa.)  
			 
			La Poncia: Mejor será que no me meta en nada.  
			 
			Bernarda: Eso es lo que debías hacer. Obrar y callar a todo. Es la 
			obligación de los que viven a sueldo.  
			 
			La Poncia: Pero no se puede. ¿A ti no te parece que Pepe estaría 
			mejor casado con Martirio o... ¡sí!, con Adela?  
			 
			Bernarda: No me parece.  
			 
			La Poncia:  (Con intención.) Adela. ¡Ésa es la verdadera novia 
			del Romano!  
			 
			Bernarda: Las cosas no son nunca a gusto nuestro.  
			 
			La Poncia: Pero les cuesta mucho trabajo desviarse de la verdadera 
			inclinación. A mí me parece mal que Pepe esté con Angustias, y a las 
			gentes, y hasta al aire. ¡Quién sabe si se saldrán con la suya!  
			 
			Bernarda: ¡Ya estamos otra vez!... Te deslizas para llenarme de 
			malos sueños. Y no quiero entenderte, porque si llegara al alcance 
			de todo lo que dices te tendría que arañar.  
			 
			La Poncia: ¡No llegará la sangre al río!  
			 
			Bernarda: ¡Afortunadamente mis hijas me respetan y jamás torcieron 
			mi voluntad!  
			 
			La Poncia: ¡Eso sí! Pero en cuanto las dejes sueltas se te subirán 
			al tejado.  
			 
			Bernarda: ¡Ya las bajaré tirándoles cantos!  
			 
			La Poncia: ¡Desde luego eres la más valiente!  
			 
			Bernarda: ¡Siempre gasté sabrosa pimienta!  
			 
			La Poncia: ¡Pero lo que son las cosas! A su edad. ¡Hay que ver el 
			entusiasmo de Angustias con su novio! ¡Y él también parece muy 
			picado! Ayer me contó mi hijo mayor que a las cuatro y media de la 
			madrugada, que pasó por la calle con la yunta, estaban hablando 
			todavía.  
			 
			Bernarda: ¡A las cuatro y media!  
			 
			Angustias: (Saliendo.) ¡Mentira!  
			 
			La Poncia: Eso me contaron.  
			 
			Bernarda: (A Angustias.) ¡Habla!  
			 
			Angustias: Pepe lleva más de una semana marchándose a la una. Que 
			Dios me mate si miento.  
			 
			Martirio: (Saliendo.) Yo también lo sentí marcharse a las 
			cuatro.  
			 
			Bernarda: Pero, ¿lo viste con tus ojos?  
			 
			Martirio: No quise asomarme. ¿No habláis ahora por la ventana del 
			callejón?  
			 
			Angustias: Yo hablo por la ventana de mi dormitorio.  
			 
			(Aparece Adela en la puerta.)  
			 
			Martirio: Entonces...  
			 
			Bernarda: ¿Qué es lo que pasa aquí?  
			 
			La Poncia: ¡Cuida de enterarte! Pero, desde luego, Pepe estaba a las 
			cuatro de la madrugada en una reja de tu casa.  
			 
			Bernarda: ¿Lo sabes seguro?  
			 
			La Poncia: Seguro no se sabe nada en esta vida.  
			 
			Adela: Madre, no oiga usted a quien nos quiere perder a todas.  
			 
			Bernarda: ¡Yo sabré enterarme! Si las gentes del pueblo quieren 
			levantar falsos testimonios se encontrarán con mi pedernal. No se 
			hable de este asunto. Hay a veces una ola de fango que levantan los 
			demás para perdernos.  
			 
			Martirio: A mí no me gusta mentir.  
			 
			La Poncia: Y algo habrá.  
			 
			Bernarda: No habrá nada. Nací para tener los ojos abiertos. Ahora 
			vigilaré sin cerrarlos ya hasta que me muera.  
			 
			Angustias: Yo tengo derecho de enterarme.  
			 
			Bernarda: Tú no tienes derecho más que a obedecer. Nadie me traiga 
			ni me lleve. (A la Poncia.) Y tú te metes en los asuntos de tu casa. 
			¡Aquí no se vuelve a dar un paso que yo no sienta!  
			 
			Criada:  (Entrando.) ¡En lo alto de la calle hay un gran 
			gentío y todos los vecinos están en sus puertas!  
			 
			Bernarda: (A Poncia.) ¡Corre a enterarte de lo que pasa! 
			(Las mujeres corren para salir.) ¿Dónde vais? Siempre os supe 
			mujeres ventaneras y rompedoras de su luto. ¡Vosotras al patio!  
			 
			(Salen y sale Bernarda. Se oyen rumores lejanos. Entran Martirio 
			y Adela, que se quedan escuchando y sin atreverse a dar un paso más 
			de la puerta de salida.)  
			 
			Martirio: Agradece a la casualidad que no desaté mi lengua.  
			 
			Adela: También hubiera hablado yo.  
			 
			Martirio: ¿Y qué ibas a decir? ¡Querer no es hacer!  
			 
			Adela: Hace la que puede y la que se adelanta. Tú querías, pero no 
			has podido.  
			 
			Martirio: No seguirás mucho tiempo.  
			 
			Adela: ¡Lo tendré todo!  
			 
			Martirio: Yo romperé tus abrazos.  
			 
			Adela:  (Suplicante.) ¡Martirio, déjame!  
			 
			Martirio: ¡De ninguna!  
			 
			Adela: ¡Él me quiere para su casa!  
			 
			Martirio: ¡He visto cómo te abrazaba!  
			 
			Adela: Yo no quería. He ido como arrastrada por una maroma.  
			 
			Martirio: ¡Primero muerta!  
			 
			(Se asoman Magdalena y Angustias. Se siente crecer el tumulto.)
			 
			 
			La Poncia: (Entrando con Bernarda.) ¡Bernarda!  
			 
			Bernarda: ¿Qué ocurre?  
			 
			La Poncia: La hija de la Librada, la soltera, tuvo un hijo no se 
			sabe con quién.  
			 
			Adela: ¿Un hijo?  
			 
			La Poncia: Y para ocultar su vergüenza lo mató y lo metió debajo de 
			unas piedras; pero unos perros, con más corazón que muchas 
			criaturas, lo sacaron y como llevados por la mano de Dios lo han 
			puesto en el tranco de su puerta. Ahora la quieren matar. La traen 
			arrastrando por la calle abajo, y por las trochas y los terrenos del 
			olivar vienen los hombres corriendo, dando unas voces que estremecen 
			los campos.  
			 
			Bernarda: Sí, que vengan todos con varas de olivo y mangos de 
			azadones, que vengan todos para matarla.  
			 
			Adela: ¡No, no, para matarla no!  
			 
			Martirio: Sí, y vamos a salir también nosotras.  
			 
			Bernarda: Y que pague la que pisotea su decencia.  
			 
			(Fuera su oye un grito de mujer y un gran rumor.)  
			 
			Adela: ¡Que la dejen escapar! ¡No salgáis vosotras!  
			 
			Martirio: (Mirando a Adela.) ¡Que pague lo que debe!  
			 
			Bernarda:  (Bajo el arco.) ¡Acabar con ella antes que lleguen 
			los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio de su pecado!  
			 
			Adela:  (Cogiéndose el vientre.) ¡No! ¡No!  
			 
			Bernarda: ¡Matadla! ¡Matadla!  
			 
			Telón rápido. 
			
			  
			
			 
			
			  
			
			
			  
			
			
			 
			
			
			ACTO 
			TERCERO 
			
			  
			
			
			  
			
			Cuatro paredes blancas ligeramente 
			azuladas del patio interior de la casa de Bernarda. Es de noche. El 
			decorado ha de ser de una perfecta simplicidad. Las puertas, 
			iluminadas por la luz de los interiores, dan un tenue fulgor a la 
			escena. En el centro, una mesa con un quinqué, donde están comiendo 
			Bernarda y sus hijas. La Poncia las sirve. Prudencia está sentada 
			aparte. 
			 
			(Al levantarse el telón hay un gran silencio, interrumpido por el 
			ruido de platos y cubiertos.)  
  
			 
			Prudencia: Ya me voy. Os he hecho una visita larga. (Se levanta.)
			 
			 
			Bernarda: Espérate, mujer. No nos vemos nunca.  
			 
			Prudencia: ¿Han dado el último toque para el rosario?  
			 
			La Poncia: Todavía no.  
			 
			(Prudencia se sienta.)  
			 
			Bernarda: ¿Y tu marido cómo sigue?  
			 
			Prudencia: Igual.  
			 
			Bernarda: Tampoco lo vemos.  
			 
			Prudencia: Ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus 
			hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. 
			Pone una escalera y salta las tapias del corral.  
			 
			Bernarda: Es un verdadero hombre. ¿Y con tu hija...?  
			 
			Prudencia: No la ha perdonado.  
			 
			Bernarda: Hace bien.  
			 
			Prudencia: No sé qué te diga. Yo sufro por esto.  
			 
			Bernarda: Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse 
			en una enemiga.  
			 
			Prudencia: Yo dejo que el agua corra. No me queda más consuelo que 
			refugiarme en la iglesia, pero como me estoy quedando sin vista 
			tendré que dejar de venir para que no jueguen con una los 
			chiquillos. (Se oye un gran golpe, como dado en los muros.) 
			¿Qué es eso?  
			 
			Bernarda: El caballo garañón, que está encerrado y da coces contra 
			el muro. (A voces.) ¡Trabadlo y que salga al corral! ( En 
			voz baja.) Debe tener calor.  
			 
			Prudencia: ¿Vais a echarle las potras nuevas?  
			 
			Bernarda: Al amanecer.  
			 
			Prudencia: Has sabido acrecentar tu ganado.  
			 
			Bernarda: A fuerza de dinero y sinsabores.  
			 
			La Poncia: (Interviniendo.) ¡Pero tiene la mejor manada de 
			estos contornos! Es una lástima que esté bajo de precio.  
			 
			Bernarda: ¿Quieres un poco de queso y miel?  
			 
			Prudencia: Estoy desganada.  
			 
			(Se oye otra vez el golpe.)  
			 
			La Poncia: ¡Por Dios!  
			 
			Prudencia: ¡Me ha retemblado dentro del pecho!  
			 
			Bernarda: (Levantándose furiosa) ¿Hay que decir las cosas dos 
			veces? ¡Echadlo que se revuelque en los montones de paja! (Pausa, 
			y como hablando con los gañanes.) Pues encerrad las potras en la 
			cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes.
			(Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.) ¡Ay, qué vida!
			 
			 
			Prudencia: Bregando como un hombre.  
			 
			Bernarda: Así es. (Adela se levanta de la mesa.) ¿Dónde vas?
			 
			 
			Adela: A beber agua.  
			 
			Bernarda: (En alta voz.) Trae un jarro de agua fresca. (A 
			Adela.) Puedes sentarte. (Adela se sienta.)  
			 
			Prudencia: Y Angustias, ¿cuándo se casa?  
			 
			Bernarda: Vienen a pedirla dentro de tres días.  
			 
			Prudencia: ¡Estarás contenta!  
			 
			Angustias: ¡Claro!  
			 
			Amelia: (A Magdalena.) ¡Ya has derramado la sal!  
			 
			Magdalena: Peor suerte que tienes no vas a tener.  
			 
			Amelia: Siempre trae mala sombra.  
			 
			Bernarda: ¡Vamos!  
			 
			Prudencia: (A Angustias.) ¿Te ha regalado ya el anillo?  
			 
			Angustias: Mírelo usted. (Se lo alarga.)  
			 
			Prudencia: Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas 
			significaban lágrimas..  
			 
			Angustias: Pero y a las cosas han cambiado.  
			 
			Adela: Yo creo que no. Las cosas significan siempre lo mismo. Los 
			anillos de pedida deben ser de diamantes.  
			 
			Prudencia: Es más propio.  
			 
			Bernarda: Con perlas o sin ellas las cosas son como una se las 
			propone.  
			 
			Martirio: O como Dios dispone.  
			 
			Prudencia: Los muebles me han dicho que son preciosos.  
			 
			Bernarda: Dieciséis mil reales he gastado.  
			 
			La Poncia: (Interviniendo.) Lo mejor es el armario de luna.
			 
			 
			Prudencia: Nunca vi un mueble de éstos.  
			 
			Bernarda: Nosotras tuvimos arca.  
			 
			Prudencia: Lo preciso es que todo sea para bien.  
			 
			Adela: Que nunca se sabe.  
			 
			Bernarda: No hay motivo para que no lo sea.  
			 
			(Se oyen lejanísimas unas campanas.)  
			 
			Prudencia: El último toque. (A Angustias.) Ya vendré a que me 
			enseñes la ropa.  
			 
			Angustias: Cuando usted quiera.  
			 
			Prudencia: Buenas noches nos dé Dios.  
			 
			Bernarda: Adiós, Prudencia.  
			 
			Las cinco a la vez: Vaya usted con Dios.  
			 
			(Pausa. Sale Prudencia.)  
			 
			Bernarda: Ya hemos comido. (Se levantan.)  
			 
			Adela: Voy a llegarme hasta el portón para estirar las piernas y 
			tomar un poco el fresco.  
			 
			(Magdalena se sienta en una silla baja retrepada contra la 
			pared.)  
			 
			Amelia: Yo voy contigo.  
			 
			Martirio: Y yo.  
			 
			Adela: (Con odio contenido.) No me voy a perder.  
			 
			Amelia: La noche quiere compaña.  
			 
			(Salen. Bernarda se sienta y Angustias está arreglando la mesa.)
			 
			 
			Bernarda: Ya te he dicho que quiero que hables con tu hermana 
			Martirio. Lo que pasó del retrato fue una broma y lo debes olvidar.
			 
			 
			Angustias: Usted sabe que ella no me quiere.  
			 
			Bernarda: Cada uno sabe lo que piensa por dentro. Yo no me meto en 
			los corazones, pero quiero buena fachada y armonía familiar. ¿Lo 
			entiendes?  
			 
			Angustias: Sí.  
			 
			Bernarda: Pues ya está.  
			 
			Magdalena: (Casi dormida.) Además, ¡si te vas a ir antes de 
			nada! (Se duerme.)  
			 
			Angustias: Tarde me parece.  
			 
			Bernarda: ¿A qué hora terminaste anoche de hablar?  
			 
			Angustias: A las doce y media.  
			 
			Bernarda: ¿Qué cuenta Pepe?  
			 
			Angustias: Yo lo encuentro distraído. Me habla siempre como pensando 
			en otra cosa. Si le pregunto qué le pasa, me contesta: «Los hombres 
			tenemos nuestras preocupaciones.»  
			 
			Bernarda: No le debes preguntar. Y cuando te cases, menos. Habla si 
			él habla y míralo cuando te mire. Así no tendrás disgustos.  
			 
			Angustias: Yo creo, madre, que él me oculta muchas cosas.  
			 
			Bernarda: No procures descubrirlas, no le preguntes y, desde luego, 
			que no te vea llorar jamás.  
			 
			Angustias: Debía estar contenta y no lo estoy.  
			 
			Bernarda: Eso es lo mismo.  
			 
			Angustias: Muchas veces miro a Pepe con mucha fijeza y se me borra a 
			través de los hierros, como si lo tapara una nube de polvo de las 
			que levantan los rebaños.  
			 
			Bernarda: Eso son cosas de debilidad.  
			 
			Angustias: ¡Ojalá!  
			 
			Bernarda: ¿Viene esta noche?  
			 
			Angustias: No. Fue con su madre a la capital.  
			 
			Bernarda: Así nos acostaremos antes. ¡Magdalena!  
			 
			Angustias: Está dormida.  
			 
			(Entran Adela, Martirio y Amelia.)  
			 
			Amelia: ¡Qué noche más oscura!  
			 
			Adela: No se ve a dos pasos de distancia.  
			 
			Martirio: Una buena noche para ladrones, para el que necesite 
			escondrijo.  
			 
			Adela: El caballo garañón estaba en el centro del corral. ¡Blanco! 
			Doble de grande, llenando todo lo oscuro.  
			 
			Amelia: Es verdad. Daba miedo. ¡Parecía una aparición!  
			 
			Adela: Tiene el cielo unas estrellas como puños.  
			 
			Martirio: Ésta se puso a mirarlas de modo que se iba a tronchar el 
			cuello.  
			 
			Adela: ¿Es que no te gustan a ti?  
			 
			Martirio: A mí las cosas de tejas arriba no me importan nada. Con lo 
			que pasa dentro de las habitaciones tengo bastante.  
			 
			Adela: Así te va a ti.  
			 
			Bernarda: A ella le va en lo suyo como a ti en lo tuyo.  
			 
			Angustias: Buenas noches.  
			 
			Adela: ¿Ya te acuestas?  
			 
			Angustias: Sí, esta noche no viene Pepe. (Sale.)  
			 
			Adela: Madre, ¿por qué cuando se corre una estrella o luce un 
			relámpago se dice:  
			
				Santa Bárbara 
				bendita,  
				que en el cielo estás escrita  
				con papel y agua bendita? 
			 
			Bernarda: Los 
			antiguos sabían muchas cosas que hemos olvidado.  
			 
			Amelia: Yo cierro los ojos para no verlas.  
			 
			Adela: Yo no. A mí me gusta ver correr lleno de lumbre lo que está 
			quieto y quieto años enteros.  
			 
			Martirio: Pero estas cosas nada tienen que ver con nosotros.  
			 
			Bernarda: Y es mejor no pensar en ellas.  
			 
			Adela: ¡Qué noche más hermosa! Me gustaría quedarme hasta muy tarde 
			para disfrutar el fresco del campo.  
			 
			Bernarda: Pero hay que acostarse. ¡Magdalena!  
			 
			Amelia: Está en el primer sueño.  
			 
			Bernarda: ¡Magdalena!  
			 
			Magdalena: (Disgustada.) ¡Dejarme en paz!  
			 
			Bernarda: ¡A la cama!  
			 
			Magdalena: (Levantándose malhumorada.) ¡No la dejáis a una 
			tranquila! (Se va refunfuñando.)  
			 
			Amelia: Buenas noches. (Se va.)  
			 
			Bernarda: Andar vosotras también.  
			 
			Martirio: ¿Cómo es que esta noche no viene el novio de Angustias?
			 
			 
			Bernarda: Fue de viaje.  
			 
			Martirio: (Mirando a Adela.) ¡Ah!  
			 
			Adela: Hasta mañana. (Sale.)  
			 
			(Martirio bebe agua y sale lentamente mirando hacia la puerta del 
			corral. Sale La Poncia.)  
			 
			La Poncia: ¿Estás todavía aquí?  
			 
			Bernarda: Disfrutando este silencio y sin lograr ver por parte 
			alguna « la cosa tan grande» que aquí pasa, según tú.  
			 
			La Poncia: Bernarda, dejemos esa conversación.  
			 
			Bernarda: En esta casa no hay un sí ni un no. Mi vigilancia lo puede 
			todo.  
			 
			La Poncia: No pasa nada por fuera. Eso es verdad. Tus hijas están y 
			viven como metidas en alacenas. Pero ni tú ni nadie puede vigilar 
			por el interior de los pechos.  
			 
			Bernarda: Mis hijas tienen la respiración tranquila.  
			 
			La Poncia: Eso te importa a ti, que eres su madre. A mí, con servir 
			tu casa tengo bastante.  
			 
			Bernarda: Ahora te has vuelto callada.  
			 
			La Poncia: Me estoy en mi sitio, y en paz.  
			 
			Bernarda: Lo que pasa es que no tienes nada que decir. Si en esta 
			casa hubiera hierbas, ya te encargarías de traer a pastar las ovejas 
			del vecindario.  
			 
			La Poncia: Yo tapo más de lo que te figuras.  
			 
			Bernarda: ¿Sigue tu hijo viendo a Pepe a las cuatro de la mañana? 
			¿Siguen diciendo todavía la mala letanía de esta casa?  
			 
			La Poncia: No dicen nada.  
			 
			Bernarda: Porque no pueden. Porque no hay carne donde morder. ¡A la 
			vigilia de mis ojos se debe esto!  
			 
			La Poncia: Bernarda, yo no quiero hablar porque temo tus 
			intenciones. Pero no estés segura.  
			 
			Bernarda: ¡Segurísima!  
			 
			La Poncia: ¡A lo mejor, de pronto, cae un rayo! ¡A lo mejor, de 
			pronto, un golpe de sangre te para el corazón!  
			 
			Bernarda: Aquí no pasará nada. Ya estoy alerta contra tus 
			suposiciones.  
			 
			La Poncia: Pues mejor para ti.  
			 
			Bernarda: ¡No faltaba más!  
			 
			Criada: (Entrando.) Ya terminé de fregar los platos. ¿Manda 
			usted algo, Bernarda?  
			 
			Bernarda: (Levantándose.) Nada. Yo voy a descansar.  
			 
			La Poncia: ¿A qué hora quiere que la llame?  
			 
			Bernarda: A ninguna. Esta noche voy a dormir bien. (Se va.)
			 
			 
			La Poncia: Cuando una no puede con el mar lo más fácil es volver las 
			espaldas para no verlo.  
			 
			Criada: Es tan orgullosa que ella misma se pone una venda en los 
			ojos.  
			 
			La Poncia: Yo no puedo hacer nada. Quise atajar las cosas, pero ya 
			me asustan demasiado. ¿Tú ves este silencio? Pues hay una tormenta 
			en cada cuarto. El día que estallen nos barrerán a todas. Yo he 
			dicho lo que tenía que decir.  
			 
			Criada: Bernarda cree que nadie puede con ella y no sabe la fuerza 
			que tiene un hombre entre mujeres solas.  
			 
			La Poncia: No es toda la culpa de Pepe el Romano. Es verdad que el 
			año pasado anduvo detrás de Adela, y ésta estaba loca por él, pero 
			ella debió estarse en su sitio y no provocarlo. Un hombre es un 
			hombre.  
			 
			Criada: Hay quien cree que habló muchas noches con Adela.  
			 
			La Poncia: Es verdad. (En voz baja) Y otras cosas.  
			 
			Criada: No sé lo que va a pasar aquí.  
			 
			La Poncia: A mí me gustaría cruzar el mar y dejar esta casa de 
			guerra..  
			 
			Criada: Bernarda está aligerando la boda y es posible que nada pase.
			 
			 
			La Poncia: Las cosas se han puesto ya demasiado maduras. Adela está 
			decidida a lo que sea, y las demás vigilan sin descanso.  
			 
			Criada: ¿Y Martirio también?  
			 
			La Poncia: Ésa es la peor. Es un pozo de veneno. Ve que el Romano no 
			es para ella y hundiría el mundo si estuviera en su mano.  
			 
			Criada: ¡Es que son malas!  
			 
			La Poncia: Son mujeres sin hombre, nada más. En estas cuestiones se 
			olvida hasta la sangre. ¡Chisssssss! (Escucha.)  
			 
			Criada: ¿Qué pasa?  
			 
			La Poncia: (Se levanta.) Están ladrando los perros.  
			 
			Criada: Debe haber pasado alguien por el portón.  
			 
			(Sale Adela en enaguas blancas y corpiño.)  
			 
			La Poncia: ¿No te habías acostado?  
			 
			Adela: Voy a beber agua. (Bebe en un vaso de la mesa.)  
			 
			La Poncia: Yo te suponía dormida.  
			 
			Adela: Me despertó la sed. Y vosotras, ¿no descansáis?  
			 
			Criada: Ahora.  
			 
			(Sale Adela.)  
			 
			La Poncia: Vámonos.  
			 
			Criada: Ganado tenemos el sueño. Bernarda no me deja descansar en 
			todo el día.  
			 
			La Poncia: Llévate la luz.  
			 
			Criada: Los perros están como locos.  
			 
			La Poncia: No nos van a dejar dormir.  
			 
			(Salen. La escena queda casi a oscuras. Sale María Josefa con una 
			oveja en los brazos.)  
			 
			María Josefa:  
			
				Ovejita, niño 
				mío,  
				vámonos a la orilla del mar. 
				La hormiguita estará en su puerta, 
				yo te daré la teta y el pan. 
				Bernarda,  
				cara de leoparda. 
				Magdalena,  
				cara de hiena. 
				¡Ovejita! 
				Meee, meee. 
				Vamos a los ramos del portal de Belén.(Ríe) 
				Ni tú ni yo queremos dormir. 
				La puerta sola se abrirá  
				y en la playa nos meteremos 
				en una choza de coral. 
				Bernarda,  
				cara de leoparda. 
				Magdalena,  
				cara de hiena. 
				¡Ovejita! 
				Meee, meee. 
				Vamos a los ramos del portal de Belén! 
			 
			(Se va cantando. 
			Entra Adela. Mira a un lado y otro con sigilo, y desaparece por la 
			puerta del corral. Sale Martirio por otra puerta y queda en 
			angustioso acecho en el centro de la escena. También va en enaguas. 
			Se cubre con un pequeño mantón negro de talle. Sale por enfrente de 
			ella María Josefa.)  
			 
			Martirio: Abuela, ¿dónde va usted?  
			 
			María Josefa: ¿Vas a abrirme la puerta? ¿Quién eres tú?  
			 
			Martirio: ¿Cómo está aquí?  
			 
			María Josefa: Me escapé. ¿Tú quién eres?  
			 
			Martirio: Vaya a acostarse.  
			 
			María Josefa: Tú eres Martirio, ya te veo. Martirio, cara de 
			martirio. ¿Y cuándo vas a tener un niño? Yo he tenido éste.  
			 
			Martirio: ¿Dónde cogió esa oveja?  
			 
			María Josefa: Ya sé que es una oveja. Pero, ¿por qué una oveja no va 
			a ser un niño? Mejor es tener una oveja que no tener nada. Bernarda, 
			cara de leoparda. Magdalena, cara de hiena.  
			 
			Martirio: No dé voces.  
			 
			María Josefa: Es verdad. Está todo muy oscuro. Como tengo el pelo 
			blanco crees que no puedo tener crías, y sí, crías y crías y crías. 
			Este niño tendrá el pelo blanco y tendrá otro niño, y éste otro, y 
			todos con el pelo de nieve, seremos como las olas, una y otra y 
			otra. Luego nos sentaremos todos, y todos tendremos el cabello 
			blanco y seremos espuma. ¿Por qué aquí no hay espuma? Aquí no hay 
			más que mantos de luto.  
			 
			Martirio: Calle, calle.  
			 
			María Josefa: Cuando mi vecina tenía un niño yo le llevaba chocolate 
			y luego ella me lo traía a mí, y así siempre, siempre, siempre. Tú 
			tendrás el pelo blanco, pero no vendrán las vecinas. Yo tengo que 
			marcharme, pero tengo miedo de que los perros me muerdan. ¿Me 
			acompañarás tú a salir del campo? Yo quiero campo. Yo quiero casas, 
			pero casas abiertas, y las vecinas acostadas en sus camas con sus 
			niños chiquitos, y los hombres fuera, sentados en sus sillas. Pepe 
			el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar, 
			porque vosotras sois granos de trigo. No granos de trigo, no. ¡Ranas 
			sin lengua!  
			 
			Martirio: (Enérgica.) Vamos, váyase a la cama. (La 
			empuja.)  
			 
			María Josefa: Sí, pero luego tú me abrirás, ¿verdad?  
			 
			Martirio: De seguro.  
			 
			María Josefa: (Llorando.)  
			
				Ovejita, niño 
				mío,  
				vámonos a la orilla del mar. 
				La hormiguita estará en su puerta, 
				yo te daré la teta y el pan. 
			 
			(Sale. Martirio 
			cierra la puerta por donde ha salido María Josefa y se dirige a la 
			puerta del corral. Allí vacila, pero avanza dos pasos más.)  
			 
			Martirio: (En voz baja.) Adela. (Pausa. Avanza hasta la 
			misma puerta. En voz alta.) ¡Adela!  
			 
			(Aparece Adela. Viene un poco despeinada.)  
			 
			Adela: ¿Por qué me buscas?  
			 
			Martirio: ¡Deja a ese hombre!  
			 
			Adela: ¿Quién eres tú para decírmelo?  
			 
			Martirio: No es ése el sitio de una mujer honrada.  
			 
			Adela: ¡Con qué ganas te has quedado de ocuparlo!  
			 
			Martirio: (En voz alta.) Ha llegado el momento de que yo 
			hable. Esto no puede seguir así.  
			 
			Adela: Esto no es más que el comienzo. He tenido fuerza para 
			adelantarme. El brío y el mérito que tú no tienes. He visto la 
			muerte debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío, 
			lo que me pertenecía.  
			 
			Martirio: Ese hombre sin alma vino por otra. Tú te has atravesado.
			 
			 
			Adela: Vino por el dinero, pero sus ojos los puso siempre en mí.  
			 
			Martirio: Yo no permitiré que lo arrebates. El se casará con 
			Angustias.  
			 
			Adela: Sabes mejor que yo que no la quiere.  
			 
			Martirio: Lo sé.  
			 
			Adela: Sabes, porque lo has visto, que me quiere a mí.  
			 
			Martirio: (Desesperada.) Sí.  
			 
			Adela: (Acercándose.) Me quiere a mí, me quiere a mí.  
			 
			Martirio: Clávame un cuchillo si es tu gusto, pero no me lo digas 
			más.  
			 
			Adela: Por eso procuras que no vaya con él. No te importa que abrace 
			a la que no quiere. A mí, tampoco. Ya puede estar cien años con 
			Angustias. Pero que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú lo 
			quieres también, ¡lo quieres!  
			 
			Martirio: (Dramática.) ¡Sí! Déjame decirlo con la cabeza 
			fuera de los embozos. ¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como una 
			granada de amargura. ¡Le quiero!  
			 
			Adela: (En un arranque, y abrazándola.) Martirio, Martirio, 
			yo no tengo la culpa.  
			 
			Martirio: ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya 
			no es la tuya, y aunque quisiera verte como hermana no te miro ya 
			más que como mujer. (La rechaza.)  
			 
			Adela: Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se 
			ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la 
			orilla.  
			 
			Martirio: ¡No será!  
			 
			Adela: Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber 
			probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el 
			pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por 
			los que dicen que son decentes, y me pondré delante de todos la 
			corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre 
			casado.  
			 
			Martirio: ¡Calla!  
			 
			Adela: Sí, sí. (En voz baja.) Vamos a dormir, vamos a dejar 
			que se case con Angustias. Ya no me importa. Pero yo me iré a una 
			casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana.
			 
			 
			Martirio: Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el 
			cuerpo.  
			 
			Adela: No a ti, que eres débil: a un caballo encabritado soy capaz 
			de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique.  
			 
			Martirio: No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno 
			de una fuerza tan mala, que sin quererlo yo, a mí misma me ahoga.
			 
			 
			Adela: Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar 
			sola, en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera 
			visto nunca.  
			 
			(Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le 
			pone delante.)  
			 
			Martirio: ¿Dónde vas?  
			 
			Adela: ¡Quítate de la puerta!  
			 
			Martirio: ¡Pasa si puedes!  
			 
			Adela: ¡Aparta! (Lucha.)  
			 
			Martirio: (A voces.) ¡Madre, madre!  
			 
			Adela: ¡Déjame!  
			 
			(Aparece Bernarda. Sale en enaguas con un mantón negro.)  
			 
			Bernarda: Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un 
			rayo entre los dedos!  
			 
			Martirio: (Señalando a Adela.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas 
			enaguas llenas de paja de trigo!  
			 
			Bernarda: ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa 
			hacia Adela.)  
			 
			Adela: (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de 
			presidio! (Adela arrebata un bastón a su madre y lo parte en 
			dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un 
			paso más. ¡En mí no manda nadie más que Pepe!  
			 
			(Sale Magdalena.)  
			 
			Magdalena: ¡Adela!  
			 
			(Salen la Poncia y Angustias.)  
			 
			Adela: Yo soy su mujer. (A Angustias.) Entérate tú y ve al 
			corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, 
			respirando como si fuera un león.  
			 
			Angustias: ¡Dios mío! Bernarda: ¡La escopeta! ¿Dónde está la 
			escopeta? (Sale corriendo.)  
			 
			(Aparece Amelia por el fondo, que mira aterrada, con la cabeza 
			sobre la pared. Sale detrás Martirio.)  
			 
			Adela: ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.)  
			 
			Angustias: (Sujetándola.) De aquí no sales con tu cuerpo en 
			triunfo, ¡ladrona! ¡deshonra de nuestra casa!  
			 
			Magdalena: ¡Déjala que se vaya donde no la veamos nunca más!  
			 
			(Suena un disparo.)  
			 
			Bernarda: (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora.  
			 
			Martirio: (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano.  
			 
			Adela: ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.)  
			 
			La Poncia: ¿Pero lo habéis matado?  
			 
			Martirio: ¡No! ¡Salió corriendo en la jaca!  
			 
			Bernarda: No fue culpa mía. Una mujer no sabe apuntar.  
			 
			Magdalena: ¿Por qué lo has dicho entonces?  
			 
			Martirio: ¡Por ella! Hubiera volcado un río de sangre sobre su 
			cabeza.  
			 
			La Poncia: Maldita.  
			 
			Magdalena: ¡Endemoniada!  
			 
			Bernarda: Aunque es mejor así. (Se oye como un golpe.) 
			¡Adela! ¡Adela!  
			 
			La Poncia: (En la puerta.) ¡Abre!  
			 
			Bernarda: Abre. No creas que los muros defienden de la vergüenza.
			 
			 
			Criada: (Entrando.) ¡Se han levantado los vecinos!  
			 
			Bernarda: (En voz baja, como un rugido.) ¡Abre, porque echaré 
			abajo la puerta! (Pausa. Todo queda en silencio) ¡Adela! 
			(Se retira de la puerta.) ¡Trae un martillo! (La Poncia da un 
			empujón y entra. Al entrar da un grito y sale.) ¿Qué?  
			 
			La Poncia: (Se lleva las manos al cuello.) ¡Nunca tengamos 
			ese fin!  
			 
			(Las hermanas se echan hacia atrás. La Criada se santigua. 
			Bernarda da un grito y avanza.)  
			 
			La Poncia: ¡No entres!  
			 
			Bernarda: No. ¡Yo no! Pepe: irás corriendo vivo por lo oscuro de las 
			alamedas, pero otro día caerás. ¡Descolgarla! ¡Mi hija ha muerto 
			virgen! Llevadla a su cuarto y vestirla como si fuera doncella. 
			¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen! Avisad que al amanecer den 
			dos clamores las campanas.  
			 
			Martirio: Dichosa ella mil veces que lo pudo tener.  
			 
			Bernarda: Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a 
			cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A 
			otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos 
			todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha 
			muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! 
			¡Silencio!  
			Telón rápido. 
			Día viernes 19 de junio, 1936.  
			 
			
			  
			
			  
			
			 
			
			  
			
			
			  
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