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Federico García Lorca

 

 

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IMPRESIONES Y PAISAJES

 

(1918)

 

 

 

 

IMPRESIONES

 

 

 

GRANADA. PARAÍSO CERRADO PARA MUCHOS

 

SEMANA SANTA EN GRANADA

 

 

 

 

 

 

 

 

GRANADA. PARAÍSO CERRADO PARA MUCHOS

 

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Jardines del Generalife en la Alhambra de Granada

 

 

Granada ama lo diminuto. Y en general toda Andalucía. El lenguaje del pueblo pone los verbos en diminutivo. Nada tan incitante para la confidencia y el amor. Pero los diminutivos de Sevilla y los diminutivos de Málaga son ciudades en las encrucijadas del agua, ciudades con sed de aventura que se escapan al mar. Granada, quieta y fina, ceñida por sus sierras y definitivamente anclada, busca a sí misma sus horizontes, se recrea en sus pequeñas joyas y ofrece en su lenguaje diminutivo soso, su diminutivo sin ritmo y casi sin gracia, si se compara con el baile fonético de Málaga y Sevilla, pero cordial, doméstico, entrañable. Diminutivo asustado como un pájaro, que abre secretas cámaras de sentimiento y revela el más definido matiz de la ciudad.

El diminutivo no tiene más misión que la de limitar, ceñir, traer a la habitación y poner en nuestra mano los objetos o ideas de gran perspectiva.

Se limita el tiempo, el espacio, el mar, la luna, las distancias, y hasta lo prodigioso: la acción.

No queremos que el mundo sea tan grande ni el mar tan hondo. Hay necesidad de limitar, de domesticar los términos inmensos.

Granada no puede salir de su casa. No es como las otras ciudades que están a la orilla del mar o de los grandes ríos, que viajan y vuelven enriquecidas con lo que han visto. Granada, solitaria y pura, se achica, ciñe su alma extraordinaria y no tiene más salida que su alto puesto natural de estrellas. Por eso, porque no tiene sed de aventuras, se dobla sobre sí misma y usa del diminutivo para recoger su imaginación, como recoge su cuerpo para evitar el vuelo excesivo y armonizar sobriamente sus arquitecturas interiores con las vivas arquitecturas de la ciudad.

Por eso la estética genuinamente granadina es la estética del diminutivo, la estética de las cosas diminutas.

Las creaciones justas de Granada son el camarín y el mirador de bellas y reducidas proporciones. Así como el jardín pequeño y la estatua chica.

Lo que se llaman escuelas granadinas son núcleos de artistas que trabajan con primor obras de pequeño tamaño. No quiere esto decir que limiten su actividad a esta clase de trabajo; pero, desde luego, es lo más característico de sus personalidades.

Se puede afirmar que las escuelas de Granada y sus más genuinas representantes son preciosistas. La tradición del arabesco de la Alhambra, complicado y de pequeño ámbito, pesa en todos los grandes artistas de aquella tierra. El pequeño palacio de la Alhambra, palacio que la fantasía andaluza vio mirando con los gemelos al revés, ha sido siempre el eje estético de la ciudad. Parece que Granada no se ha enterado de que en ella se levantan el palacio de Carlos V y la dibujada catedral. No hay tradición cesárea ni tradición de haz de columnas. Granada todavía se asusta de su gran torre fría y se mete en sus antiguos camarines, con una maceta de arrayán y un chorro de agua helada, para labrar en dura madera pequeñas torres de marfil.

La tradición renacentista, con tener en la urbe bellas muestras de su actividad, se despega, se escapa o, burlándose de las proporciones que impone la época, construye la inverosímil torrecilla de Santa Ana: torre diminuta, más para palomas que para campanas, hecha con todo el garbo y la gracia antigua de Granada.

En los años en que renace el arco del triunfo, labra Alonso Cano sus virgencitas, preciosos ejemplares de virtud y de intimidad. Cuando el castellano es apto para describir los elementos de la Naturaleza y flexible hasta el punto de estar dispuesto para las más agudas construcciones místicas, tiene Fray Luís de Granada delectaciones descriptivas de cosas y objetos pequeñísimos.

Es Fray Luís quien, en la Introducción al símbolo de la fe, habla de cómo resplandece más la sabiduría y providencia de Dios en las cosas pequeñas que en las grandes. Humilde y preciosista, hombre de rincón y maestro de miradas, como todos los buenos granadinos.

En la época en que Góngora lanza su proclama de poesía pura y abstracta, recogida con avidez por los espíritus más líricos de su tiempo, no podía Granada permanecer inactiva en la lucha que definía una vez más el mapa literario de España. Soto de Rojas abraza la estrecha y difícil regla gongorina; pero, mientras el sutil cordobés juega con mares, selvas y elementos de la Naturaleza, Soto de Rojas se encierra en su Jardín para descubrir surtidores, dalias, jilgueros y aires suaves. Aires moriscos, medio italianos, que mueven todavía sus ramas, frutos y boscajes de su poema.

En suma: su característica es el preciosismo granadino. Ordena su naturaleza con un instinto de interior doméstico. Huye de los grandes elementos de la Naturaleza, y prefiere las guirnaldas y los cestos de frutas que hace con sus propias manos. Así pasó siempre en Granada. Por debajo de la impresión renacentista, la sangre indígena daba sus frutos virginales.

La estética de las cosas pequeñas ha sido nuestro fruto más castizo, la nota distinta y el más delicado juego de nuestros artistas. Y no es obra de paciencia, sino obra de tiempo; no obra de trabajo, sino obra de pura virtud y amor. Esto no podía suceder en otra ciudad. Pero sí en Granada.

Granada es una ciudad de ocio, una ciudad para la contemplación y la fantasía, una ciudad donde el enamorado escribe mejor que en ninguna otra parte el nombre de su amor en el suelo. Las horas son allí más largas y sabrosas que en ninguna otra ciudad de España. Tiene crepúsculos complicados de luces constantemente inéditas que parece no terminarán nunca.

Sostenemos con los amigos largas conversaciones en medio de sus calles.

Vive con la fantasía. Está llena de iniciativas, pero falta de acción.

Sólo en la ciudad de ocios y tranquilidades puede haber exquisitos catadores de aguas, de temperaturas y de crepúsculos, como los hay en Granada.

El granadino está rodeado de la naturaleza más espléndida, pero no va a ella. Los paisajes son extraordinarios; pero el granadino prefiere mirarlos desde su ventana. Le asustan los elementos y desprecia el vulgo voceador, que no es de ninguna parte. Como es hombre de fantasía, no es, naturalmente, hombre de valor. Prefiere el aire suave y frío de su nieve al viento terrible y áspero que se oye en Ronda, por ejemplo, y está dispuesto a poner su alma en diminutivo y traer al mundo dentro de su cuarto. Sabiamente se da cuenta de que así puede comprender mejor. Renuncia a la aventura, a los viajes, a las curiosidades exteriores; las más veces renuncia al lujo, a los vestidos, a la urbe.

Desprecia todo esto y engalana su jardín. Se retira consigo mismo. Es hombre de pocos amigos. (¿No es proverbial en Andalucía la reserva de Granada?)

De esta manera mira y se fija amorosamente en los objetos que lo rodean. Además, no tiene prisa. Quizá por esta mecánica los artistas de Granada se hayan deleitado en labrar cosas pequeñas o describir mundos de pequeño ámbito. Se me puede decir que éstas son las condiciones más aptas para producir una filosofía. Pero una filosofía necesita una constancia y un equilibrio matemático, bastante difícil en Granada. Granada es apta para el sueño y el ensueño. Por todas partes limita con lo inefable. Y hay mucha diferencia entre soñar y pensar, aunque las actitudes sean gemelas. Granada será siempre más plástica que filosófica. Más lírica que dramática. La sustancia entrañable de su personalidad se esconde en los interiores de sus casas y de su paisaje. Su voz es una voz que baja de un miradorcillo o sube de una ventana oscura. Voz impersonal, aguda, llena de una inefable melancolía aristocrática. Pero ¿quién la canta? ¿De dónde ha salido esa voz delgada, noche y día al mismo tiempo?

Para oírla hay necesidad de entrar en los pequeños camarines, rincones y esquinas de la ciudad. Hay que vivir su interior sin gente y su soledad ceñida. Y lo más admirable: hay que hurgar y explorar nuestra propia intimidad y secreto, es decir, hay que adoptar una actitud definidamente lírica.

Hay necesidad de empobrecerse un poquito, de olvidar nuestro nombre, de renunciar a eso que han llamado las gentes personalidad.

Todo lo contrario que Sevilla. Sevilla es el hombre y su complejo sensual y sentimental. Es la intriga política y el arco de triunfo. Don Pedro y Don Juan. Está llena de elemento humano, y su voz arranca lágrimas, porque todos la entienden. Granada es como la narración de lo que ya pasó en Sevilla.

Hay un vacío de cosa definitivamente acabada.

Comprendiendo el alma íntima y recatada de la ciudad, alma de interior y jardín pequeño, se explica también la estética de muchos de nuestros artistas más representativos y sus característicos procedimientos.

Todo tiene por fuerza un dulce aire doméstico; pero, verdaderamente, ¿quién penetra esta intimidad? Por eso, cuando en el siglo XVII un poeta granadino, don Pedro Soto de Rojas, de vuelta de Madrid, lleno de pesadumbre y desengaños, escribe en la portada de un libro suyo estas palabras: "Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos», hace, a mi modo de ver, la más exacta definición de Granada: Paraíso cerrado para muchos.

 

 

 

SEMANA SANTA EN GRANADA

 

 

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Semana Santa en Granada.Procesión del Cristo de los Gitanos pintada por Jorge Apperley

 

 

 

 

 

 

El viajero sin problemas, lleno de sonrisas y gritos de locomotoras, va a las fallas de Valencia. El báquico, a la Semana Santa de Sevilla. El quemado por un ansia de desnudos, a Málaga. El melancólico y el contemplativo, a Granada, a estar solo en el aire de albahaca, musgo en sombra y trino de ruiseñor que manan las viejas colinas junto a la hoguera de azafranes, grises profundos y rosa de papel secante que son los muros de la Alhambra.

 A estar solo. En la contemplación de un ambiente lleno de voces difíciles, en un aire que a fuerza de belleza es casi pensamiento, en un punto neurálgico de España donde la poesía de meseta de San Juan de la Cruz se llena de cedros, de cinamomos, de fuentes, y se hace posible en la mística española ese aire oriental, ese ciervo vulnerado que asoma, herido de amor, por el otero.

A estar solo, con la soledad que se desea tener en Florencia; a comprender cómo el juego de agua no es allí juego como en Versalles, sino pasión de agua, agonía de agua.

O para estar amorosamente acompañado y ver cómo la primavera vibra por dentro de los árboles, por la piel de las delicadas columnas de mármoles, y cómo suben por las cañadas arrojando a la nieve, que huye asustada, las bolas amarillas de los limones.

El que quiera sentir junto al aliento exterior del toro ese dulce tictac de la sangre en los labios, vaya al tumulto barroco de la universal Sevilla; el que quiera estar en una tertulia de fantasmas y hallar quizá un vieja sortija maravillosa por los paseíllos de su corazón, vaya a la interior, a la oculta Granada. Desde luego, se encontrará el viajero con la agradable sorpresa de que en Granada no hay Semana Santa. La Semana Santa no va con el carácter cristiano y anti espectacular del granadino. Cuando yo era niño, salía algunas veces el Santo Entierro; algunas veces, porque los ricos granadinos no siempre querían dar su dinero para este desfile.

Estos últimos años, con un afán exclusivamente comercial. hicieron procesiones que no iban con la seriedad, la poesía de la vieja Semana de mi niñez. Entonces era una Semana Santa de encaje, de canarios volando entre los cirios de los monumentos, de aire tibio y melancólico como si todo el día hubiera estado durmiendo sobre las gargantas opulentas de las solteronas granadinas, que pasean el Jueves Santo con el ansia del militar, del juez, del catedrático forastero que las lleve a otros sitios. Entonces toda la ciudad era como un lento tiovivo que entraba y salía de las iglesias sorprendentes de belleza, con una fantasía gemela de las grutas de la muerte y las apoteosis del teatro. Había altares sembrados de trigo, altares con cascadas, otros con pobreza y ternura de tiro al blanco: uno, todo de cañas, como un celestial gallinero de fuegos artificiales, y otro, inmenso, con la cruel púrpura, el armiño y la suntuosidad de la poesía de Calderón.

En una casa de la calle de la Colcha, que es la calle donde venden los ataúdes y las coronas de la gente pobre, se reunían los "soldaos" romanos para ensayar. Los "soldaos" no eran cofradía, como los jacarandosos "armaos" de la maravillosa Macarena. Eran gente alquilada: mozos de cuerda, betuneros, enfermos recién salidos del hospital que van a ganarse un duro. Llevaban unas barbas rojas de Schopenhauer, de gatos inflamados, de catedráticos feroces. El capitán era el técnico de marcialidad y les enseñaba a marcar el ritmo, que era así: "porón..., ¡chas!", y daban un golpe en el suelo con las lanzas, de un efecto cómico delicioso. Como muestra del ingenio popular granadino, les diré que un año no daban los "soldaos" romanos pie con bola en el ensayo, y estuvieron más de quince días golpeando furiosamente con las lanzas sin ponerse de acuerdo. Entonces el capitán, desesperado, gritó: "Basta, basta; no golpeen más, que, si siguen así, vamos a tener que llevar las lanzas en palmatorias», dicho granadinísimo que han comentado ya varias generaciones.

Yo pediría a mis paisanos que restauraran aquella Semana Santa vieja, y escondieran por buen gusto ese horripilante paso de la Santa Cena y no profanaran la Alhambra, que no es ni será jamás cristiana, con ta-ta-chín de procesiones, donde lo que creen buen gusto es cursilería, y que sólo sirven para que la muchedumbre quiebre laureles, pise violetas y se orinen a cientos sobre los ilustres muros de la poesía. Granada debe conservar para ella y para el viajero su Semana Santa interior; tan interior y tan silenciosa, que yo recuerdo que el aire de la vega entraba, asombrado, por la calle de la Gracia y llegaba sin encontrar ruido ni canto hasta la fuente de la Plaza Nueva.

Porque así será perfecta su primavera de nieve y podrá el viajero inteligente, con la comunicación que da la fiesta, entablar conversación con sus tipos clásicos. Con el hombre océano de Ganivet, cuyos ojos están en los secretos lirios del Darro; con el espectador de crepúsculos que sube con ansias a la azotea; con el enamorado de la sierra como forma sin que jamás se acerque a ella; con la hermosísima morena ansiosa de amor que se sienta con su madre en los jardinillos; con todo un pueblo admirable de contemplativos, que, rodeados de una belleza natural única, no esperan nada y sólo saben sonreír.

El viajero poco avisado encontrará con la variación increíble de formas, de paisaje, de luz y de olor la sensación de que Granada es capital de un reino con arte y literatura propios, y hallará una curiosa mezcla de la Granada judía y la Granada morisca, aparentemente fundidas por el cristianismo, pero vivas e insobornables en su misma ignorancia.

La prodigiosa mole de la catedral, el gran sello imperial y romano de Carlos V, no evita la tiendecilla del judío que reza ante una imagen hecha con la plata del candelabro de los siete brazos, como los sepulcros de los Reyes Católicos no han evitado que la media luna salga a veces en el pecho de los más finos hijos de Granada. La lucha sigue oscura y sin expresión... ; sin expresión, no, que en la colina roja de la ciudad hay dos palacios, muertos los dos: la Alhambra y el palacio de Carlos V, que sostienen el duelo a muerte que late en la conciencia del granadino actual.

Todo eso debe mirar el viajero que visite Granada, que se viste en este momento el largo traje de la primavera. Para las grandes caravanas de turistas alborotadores y amigos de cabarets y grandes hoteles, esos grupos frívolos que las gentes del Albaycín llaman "los tíos turistas", para ésos no está abierta el alma de la ciudad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Federico García Lorca en el pueblo de Lanjarón (Granada)

 

 

 

 


 

 

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