La leyenda de la Pandorga del Zorzo de Cuevas del Almanzora (Almería)

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LA PANDORGA DE EL ZORZO O LA HISTORIA DE LA ENCANTÁ

 

 

UNA LEYENDA DE CUEVAS DEL ALMANZORA (ALMERÍA)

Milagros Soler Cervantes

 

RTPIA Exp.00033/2009.Reg.200999900053596®

 

Tras la conquista de Granada, las promesas de respetar vida y hacienda de los vencidos hechas por los  Reyes Católicos fueron rápidamente olvidadas. Los saqueos y asesinatos de andaluces moriscos  fueron  en aumento. Se llegó a tales extremos que este colectivo fue totalmente erradicado, bien por medio de reales decretos de expulsión o por sistemáticas matanzas informadas y  consentidas por las autoridades al servicio de la Corona.

 

Puede servirnos de ejemplo uno de los episodios más sangrientos de este periodo en la provincia de Almería. Sucedió en una villa medieval llamada Inox, de la que hoy sólo quedan algunos restos arqueológicos. Situada en las primeras estribaciones de Sierra Alhamilla, a pocos kilómetros de Níjar, un morisco de la región llamado Francisco López, alguacil de Tabernas, organizó la fortificación de un Peñón que adquirió con sus murallas un aspecto de inexpugnable. Se rodeó de altas defensas para que el recinto sirviera de refugio a todos aquellos que tuvieran que ponerse a salvo de la codicia cristiana.  Hasta allí llegaron familias enteras, procedentes de los puntos más distantes de la comarca, llevando con ellos todas sus pertenencias. Acudían con el propósito de viajar hasta el puerto de Carboneras, desde donde embarcarían hacia el obligado exilio, en naves contratadas que vendrían desde Oran.

 

Expulsión de los moriscos.

 

Sin embargo, los altos mandos del ejército castellano, conocedores de estos planes, no estaban dispuestos a dejar escapar tan apetecibles tesoros. Decidieron organizar una cabalgada hasta Inox y apoderarse por la fuerza de aquellas riquezas, antes de que llegaran los barcos que habrían de ponerlas para siempre fuera de su alcance. Sus legítimos dueños fueron asesinados sin piedad. Las mujeres y los hombres jóvenes fueron hechos prisioneros para ser vendidos como esclavos. Más de 3000 fueron los cautivos de tan vergonzosa hazaña. Trasladados a diferentes mercados del Mediterráneo, algunos se quedaron en puertos españoles como Valencia o Alicante, donde pudieron ser liberados gracias al empeño que pusieron en ello los parientes de la capital almeriense. Fueron informados cínicamente por los propios secuestradores de tal situación, con el fin de obtener de ellos las fuertes sumas de dinero que exigían para el rescate.

 

Masacre de familias moriscas por parte de los conquistadores cristianos.

 

Pulsar para AMPLIAR mapa. Ruta de la matanza de Inox. Ruta de la Pandorga del Zorzo.

Mapa de la zona. Pulsar para ampliar

 

 

Todo esto sucedió el 29 de Enero de 1569 y los hechos jamás fueron olvidados por las gentes de aquellos lugares. En la actualidad, todavía existe un sitio conocido como La Matanza, que recuerda donde tuvo lugar aquella masacre de inocentes.

 

Enterados de este suceso y de otros parecidos que después acontecieron, los pobladores del Valle del Almanzora organizaron partidas de campesinos armados, dispuestos a impedir el paso hacia las tierras del norte de aquellos sicarios que formaban parte del ejército de los Reyes Católicos. Cristianos y musulmanes  nacidos en aquellos parajes se unieron en esa lucha, con el propósito de salvaguardar a sus familias del terror y la rapiña de los extranjeros.

 

 

Los moriscos se dirigieron hacia Inox con sus pertenencias, siendo masacrados.

 

 

Su objetivo principal era disuadir a todos los que intentaran asaltar o saquear sus tierras, poniendo de manifiesto que tales felonías no habrían de quedar impunes, como impunes habían quedado las cometidas en los Campos de Nijar. Ellos, si no habían otros, se encargarían de hacer justicia desde sus propios fueros. Estas acciones defensivas contra los asaltantes castellanos que llegaban desde el sur, obligaron a dejar desasistida a la población que había quedado en la retaguardia. Pronto se dieron cuenta de esa indefensión las tropas que ocupaban Huércal Overa y Lorca, no tardando en organizar bandas de asalto para expoliar la región del Alto y Bajo Almanzora.   Todavía no se sabe muy bien de dónde procedían los que llevaron a cabo la tragedia a las montañas de El Zorzo.

 

 

 

LA LEYENDA

 

Cortijo en la zona del río Almanzora.

 

Entre los pueblos de Vera y Cuevas del Almanzora existe un paraje montañoso conocido como El Zorzo. En sus inmediaciones existía una cortijada cuyo nombre ya nadie recuerda, aunque sus destruidos muros de piedra todavía son testigos del drama que allí tuvo lugar y que daría origen a la leyenda de la Pandorga de El Zorzo.

 

Cuentan que un grupo de jinetes cristianos se disponía a recoger el pequeño campamento que habían improvisado para pasar la noche. No querían seguir avanzando, seguros de que en Vera encontrarían mejores objetivos en los que centrar su atención. Quiso la fatalidad que en el horizonte, una columna de humo destacara sobre el paisaje, llamando la atención de algunos de ellos. No mediaron palabras. Ante la vista de aquella señal, todos parecían saber lo que tenían que hacer. Con presteza, empezaron a despertar al resto de sus compañeros, que aún remoloneaban la resaca que había dejado en sus cabezas el vino de la noche anterior.

 

No podían perder tiempo si querían tener finalizado el negocio antes del atardecer. Así llamaban, en tono irónico, al asunto que habría de ocuparles buena parte de esa jornada, rememorando el nombre que Francisco de Córdoba le diera al asalto conocido como cabalgata de Inox. Nueve hombres, entre veinte y cuarenta años empezaron a preparar sus monturas. El que parecía al mando de la partida, exclamó con voz jocosa y autoritaria:

 

Compañeros, creo que debemos hacer una visita de cortesía a esos amigos. Las risas histriónicas resonaron en el valle como carcajadas siniestras, anunciadoras de la desgracia.

 

En el interior del cortijo, un grupo de mujeres preparaban afanosas bandejas de dulces y licores. En la estancia principal se habían retirado los muebles para dejar el centro de la habitación libre de obstáculos que impidieran el baile. Los  hombres repartían entre ellos instrumentos musicales rudimentarios. Panderetas, castañuelas, tamboriles y pandorgas. Cántaros, cascabeleros, almireces, dulzainas… Cada vecino había traído consigo todo aquello que pudiera servir para acompañar el cante de coplas y villancicos. Los niños correteaban alocados de aquí para allá, haciendo volar en sus carreras cintas de colores. Los muchachos amontonaban leña en el patio para formar una hoguera, alrededor de la cual danzarían con las jóvenes que les miraban con mal disimulada coquetería.

 

Jóvenes medievales cantando y danzando.

 

Todos habían participado en una comida colectiva típica de esas tierras a base de migas, caldo de pimentón, fritadas de pimientos con tomate y  suculentos asados de carne. Se disponían a empezar la fiesta, cuando los que preparaban en el exterior la fogata que habría de servir para festejar la fiesta de la Candelaria, dieron aviso de la partida de soldados se aproximaban a caballo. El recuerdo de las matanzas que años antes habían tenido lugar en el Peñón de Inox estuvo presente en la mente de todos. Sin embargo, pronto esos pensamientos funestos fueron descartados. Apenas eran ocho o nueve los hombres que se acercaban. Siguieron pues, confiados, pensando en aceptar en sus celebración a los visitantes, si acaso decidieran parar allí.

 

No tardaron en llegar. Dijeron haberse sentido atraídos al escuchar la música y las canciones. Explicaron que, alejados de sus hogares  y sus familias, les había animado la idea de compartir esos sentimientos de añoranza con aquellos que se manifestaban tan felices. Fueron invitados a pasar, a comer y a beber con ellos. Los recién llegados nunca se desprendieron ni se alejaron de sus armas, lo que suscitó sospechas entre algunos de los allí presentes. Sin embargo, cuando los forasteros temieron ser descubiertos en sus intenciones, antes de que los anfitriones pudieran hacer nada para defenderse, empezaron con sus espadas a cobrarse víctimas, sembrando de horror y sangre la estancia.

 

 

En poco minutos el fuego que habían provocado en el granero se extendió por todas partes. Algunas mujeres que consiguieron escapar con sus hijos, corrían despavoridas seguidas a caballo por los forajidos, que las pasaron a cuchillo sin piedad. En el interior de la casa se oían gritos de aquellos que, encerrados en ella, trataban de librarse de las llamas de aquel infierno que ya habían prendido en sus cuerpos.

 

Contemplando inmóvil todo ese espanto, en una esquina de la habitación que había sido preparada para la fiesta, situada junto a la chimenea, una muchacha miraba absorta, paralizada por el dolor y la sorpresa, su vestido blanco manchado por la sangre. A sus pies yacían los familiares que apenas unos minutos antes la acompañaban en sus cantos.  Sostenía entre sus manos una pandorga y parecía formar parte de un tétrico grupo escultórico, rodeada de cadáveres.

 

Cuando comprendió que su que fin estaba próximo, haciendo sonar con mecánica cadencia el instrumento que sostenía entre sus manos, entonó una lenta canción, cuyos versos quedaron para siempre impregnados en el viento. La melodía parecía salir de las mismísimas entrañas  de la tierra:

 

Escuchad a quien os habla

ya desde la muerte.

 

Malditos seáis vosotros

y vuestros descendientes.

 

No habréis  de tener jamás

días de gozo,

mientras las gentes recuerden

la matanza de El Zorzo.

 

Fueron sus últimas palabras. Pasado algún tiempo, contaron  sus asesinos que una especie de llama azul la envolvió durante algunos segundos. Luego, desapareció sin dejar rastro. Jamás volvieron a ver su cuerpo, ni encontraron jamás su cadáver. Muchos creyeron que aquel prodigio había sido obra de la Virgen de la Candelaria, pero nadie habló de un milagro, pues aquella hermosa mujer era de origen musulmán.

 

Durante muchos días y muchas noches dijeron los vecinos de Vera y de Cuevas que oyeron gritos desgarradores y ecos de tristes melodías acompañadas por el sonido grave de una zambomba. Para estar seguros de que sus oídos no les estaban jugando una mala pasada, solían preguntarse unos a otros si habían escuchado el lamento de la encantá. Luego, fueron muchos los testigos que dijeron haber visto por aquellos parajes la figura de una joven señora, caminando lentamente, repitiendo a todo aquel que se cruzaba  con ella, la maldición de los versos que dijera el día de su muerte.

 

No hubo nadie que comentara haberla visto, sin sufrir poco después los efectos del maleficio. Según explicaban, era la venganza de aquella morisca, hacia todos los cristianos que habían permitido aquellos crímenes.

 

Recuerdo de La Encantá.

 

A partir del trágico día de la matanza de El Zorzo, todos los años por la fiesta de la Candelaria se escuchaban, en los alrededores de las ruinas del cortijo, los lamentos de los inocentes que fueron masacrados. El eco de las montañas llevaba  hasta los pueblos vecinos el sonido de la Pandorga y los llantos de los niños sacrificados.

 

Durante muchas generaciones fueron miles de personas las que tuvieron ocasión de ser testigos directos de tan extraordinario fenómeno. Los más escépticos llegaron a organizar expediciones para rastrear la zona, sin llegar a descubrir el lugar del que salían las voces. Cuando creían acercarse a ellas, el eco huidizo surgía desde otras montañas.

 

Los más ancianos cuentan que la última vez que oyeron el lamento de la Pandorga fue durante las vísperas de la Guerra Civil. Sin embargo hay quien afirma que todavía en fechas próximas a la Candelaria, han visto deambular por las ruinas del viejo cortijo la figura serena, pero inclemente y vengativa de la Encantada de El Zorzo.

 

  

 

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